martes, 29 de septiembre de 2015

Interino 16: El silencio de la primera vez


Mi primer alumno muerto se llamaba V. y era medio brasileño. Se sentaba en primera fila y siempre sonreía. El instituto era bastante duro, en un barrio obrero en la capital y me había tocado la peor clase. Todos los que alguna vez han dado matemáticas saben que las de cuarto de ESO opción A y el primero de bachillerato de ciencias sociales acumulan jóvenes aburridos, promedios desorientados y algún pasado que recicla su tiempo en jodienda puntual. Primero de bachillerato y alguno me tocaba palmas, otro era un mito en los videojuegos online y pasaba la mayor parte del tiempo dormitando en clase. No había manera de rendir si te habías acostado la noche anterior en esa horquilla imprecisa que va de las cuatro a las cinco. En realidad yo también lo hacía. Para un año en el que no había que conducir nadie iba a detener mis últimias capacidades creativas. Había sustituido la gasolina de las siete y media en la rueda por el vodka con zumo de naranja. Había un imbécil que se sentaba en la última fila y se abanicaba con una hoja de papel arrancada del cuaderno. Uno puede aguantarlo todo en una clase excepto el numerito de la papiroflexia folklórica. Era el segundo día de clase y yo tenía un poco de resaca. Me acerqué a él, coloqué las manos sobre el pupitre y jugué en el límite del espacio de confort personal. ¿Puedes dejar eso? ¿Por qué? Porque lo digo yo. No te metas con él, me dijo la jefa de estudios. No viene mucho por el instituto, trabaja y espera que lo aprobemos solo por eso. Héroes de clase obrera de saldo. Esa es mi especialidad. V. era un buen chico, hasta estaba matriculado en Religión. Era de los que salvaba aquella clase árida dedicada a las integrales y las matemáticas financieras. Era tutor de segundo de la ESO y el padre de uno de mis alumnos acostumbraba a venir por sorpresa al instituto impregnado en coñac. Yo aguantaba el tipo y lo subía a jefatura de estudios. Rezaba por adelantar las horas y poder salir a fumar al parquecillo que rodeaba el instituto. El parque tenía nombre de grupo de rock de los ochenta. Nunca me han sabido tan bien los marlboro light. A V. lo encontraron muerto después de casi un mes desaparecido. Después de un cotillón de Nochevieja en la zona de la Exposición Universal se había encaminado a su casa y nunca llegó. Casi al final del curso entré un día en clase y el cachondeo era épico. Habían encontrado en internet vídeos de actuaciones de la banda en garitos de la ciudad. Habían recortado cartones a modo de pancarta e incluso algunos habían improvisado sobre sus camisetas mensajes de amor apasionado hacia la banda. Escuché sus risas unos minutos y luego seguimos hacia delante. Todavía quedaban un buen montón de distribuciones de probabilidad por ver. Sus amigos colgaron de twitter fotos de V. antes de la fiesta. Era un chico alto y musculoso, con una sonrisa blanquísima y la tez oscura, casi mulato. Iba elegante con aquel traje. Había empezado a estudiar económicas o empresariales, no me acuerdo. La policía le echó el alto bastante lejos de su barrio. Iba bastante bebido después de una noche de barra libre. Después de aquel encuentro nadie volvió a verlo vivo. Explica a cuarenta adolescentes desatados que el profesor de matemáticas recita sus poemas en escenarios como si no hubiera un mañana. Se tumbó a dormitar en un aparte del camino, bajo un puente, en la noche heladora del primero del año, con una americana fina a modo de almohada. Cada vez que me como las uvas y beso a mis padres y a mi hermana trato de no pensar cómo se me atragantarán el día que alguno falte. Desde que murió mi primer alumno miro a los jóvenes sin envidia alguna con sus pelos en pico y sus labios muy pintados camino de sus cotillones. Cuando encontraron muerto a V. yo estaba en otro instituto, en otro barrio y solo recordaba que me había hecho aquella clase, aquel año más fácil. Cuando sus amigos colgaron las fotos de twitter acabé llegando a su perfil. Allí encontré unos cuantos tweets intercambiados con sus compañeros de pupitre. Había subido una foto de mi banda y abajo escribía: "¿Os acordáis el día que encontramos esto? Jajaja". Lo siento mucho, chaval.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Interino 15: Los veranos del interino


Los veranos de interino son como cualquier otro verano. Buscamos una excusa para evitar el miedo a septiembre, a la lotería del destino. Me muerdo el labio cada vez que me marcho por la puerta de un instituto. No me gustan los cambios. Lo mejor de los veranos de interino son las librerías de los lugares a donde vamos. A. quiere ver Iglesias y cosas importantes. Yo solo quiero pasar un rato entre los libros del lugar: me acuerdo de una librería en Lanzarote, en Arrecife. Tenía viejos libros ilustrados de la colección La Máscara. El dueño resultó ser de Zaragoza. Nos enseñó la parta de atrás, su almacén. Era una pequeña revuelta pasiva, conservaba ejemplares de la colección Austral entre los montones de los libros de texto. Odiaba vender libros de conocimiento del medio y de matemáticas. No le dijimos que éramos interinos esperando el final del verano.


Recuerdo una librería en Cuenca en la que buscaba San Camilo 1936 y acabé comprando un libro de artículos de Francisco Umbral que no conocía. En la mesa de las novedades un ensayo sobre la Patrulla-X y un libro de relatos celtas de Chesus Yuste editado por Xordica. También había tebeos de la Guerra de las Galaxias. Recuerdo pasar del FNAC de Callao a un puesto en el Rastro, recuerdo Valderrobres boxeando en la medianoche. Recuerdo la librería de Teruel, con Mario y una antología de poesía lésbica, con el aliño de una biografía de Antonio Carlos Jobim. Recuerdo a Eugenio en Alcañiz, recuerdo que cuando nuestro amor empezaba Eugenio nos recibió en un parque de Barcelona. Recuerdo comprando cintas de cassette en Gerona y recuerdo libros de ciencia ficción en Cambrils. La belleza de plástico transparente de aquella librería junto a una pescadería al por mayor. Recuerdo las miles de librerías que había en Salou y buscar contigo sus restos como arqueólogos desahuciados. 

Recuerdo las librería de París, la de Amsterdam y las de Bruselas. Recuerdo una librería que era una Iglesia y un tienda de cómics de línea clara. Recuerdo la rabia que me da cuendo veo tantos libros y no puedo leer ninguno. Recuerdo una biografía de Eddy Merckx que me compré en Lieja. Olía tanto a humedad que podría haberlo lanzado Roger de Vlaemink a la cuneta al acabar la Paris-Roubaix. Hablaba de "El Caníbal" como de una joven promesa. La biografía terminaba en el año 1966. No había ganado todavía su primer Tour de Francia.

Yo te amé en Bruselas. Te amé porque sabía que el final siempre está acechándonos. Te amé porque me quitaste la muerte de la boca con un beso. Yo te amé en Bruselas, te amé mientras Spirou nos miraba desde la ventana, te amé en Namur, te amé en Huy. Te amé cuando rompiste frente a mí un pasaje a Las Marquesas.

A la altura de mayo uno empieza a contar los días: esto se acaba, chavales. Intento dormir y doy vueltas una y otra vez en la cama. Me imagino bajo una lluvia ligera en la última madrugada de la noche, cuando las luces de las farolas reflejan la rabia de los recién despertados. Esta fiebre de vivir. Tengo los dedos tan manchados de ceniza que no puedo darle al F5 y volver a actualizar.


viernes, 18 de septiembre de 2015

Interino 14: Jóvenes en pie de guerra


Cuando vamos en rueda de coches pasamos frente a muchos prostíbulos tristes. Casi es un epíteto, lo de la tristeza en las whiskerías. Cuando trabaja en la SAICA, desde Zaragoza hasta el Burgo de Ebro pasábamos frente a uno que se llamaba El Euro. Los técnicos de laboratorio hacían bromas contínuamente con el nombre y la calidad de los servicios. Los más jóvenes tenían pinta de ser vírgenes. Y eso que el sueldo no era nada malo por entonces. Entre Ateca y Calatayud hay un puticlub en T. Siempre que paso es de día y está cerrado. Tan cerrado que parece abandonado. A. me dice que en los pueblos los solteros mayores no tienen muchas opciones. Algunos, me cuenta, bajaban andando los domingos hasta allí. Euro, el Dólar, Copacabana.

La pereza del sexo de pago. Algunas veces, muy pocas en realidad, todos los bares se cerraban y estábamos demasiado lejos de la estación del Portillo, así que Sergio y yo seguíamos bebiendo en los clubes de señoritas que había por la ciudad. Recuerdo uno en la calle peatonal que unía Manifestación con Prudencio. No había vicio, era simplemente ansiedad alcohólica y de conversación. Más bien alergia a la cama. A la casa vacía. Un par de horas más tarde, con una ducha y mucho sueño, pasaba por delante del Euro camino de SAICA. Todo era borroso. Yo vivía en un piso viejo cerca de la calle Bretón, un piso muy grande y muy vacío. Recuerdo que las cervezas de aquel prostíbulo eran caras y casi no tenían gas.

Íbamos en rueda de coches, al instituto, no muy lejos, menos de 100 km, un poco más, tampoco pasa nada. Apretujados y somnolientos, el silencio era un bien preciado. A veces veíamos a otros compañeros esperando su vehículo, el vehículo de otros. La niebla en los huesos. Yo los veía y pensaba en los clubes cerrados, en los clubes por cerrar y en cómo todos terminábamos solapándonos: cuando trabajaba a turnos, me levantaba a las cuatro y media e iba caminando hasta la Avenida Cataluña recorriendo el centro de Zaragoza. Tocaba trabajar los sábados y los domingos. Había noches que se convertían en mañanas por voluntad propia. A veces esquivaba a conocidos que no me reconocían.


Como en un sistema de cama caliente absurdo: las putas a la cama cuando se levantan los profesores.  

Interino 13: El cocacolicas


Espero que salga A. en la puerta del instituto. Hay máquinas expendedoras de refrescos y de café. Llevo años enganchado al café de máquina. Desde la Facultad. Si no tomaba un café entre primera y segunda hora me derrumbaba como un tetraedro de carbono inestable. A veces nos metíamos un katovit a media mañana y esos días eran los mejores: éramos capaces de entender hasta los procesos de separación y las torres destilación por módulos. Sigo bebiendo café de máquina y sigo esperando que pasen las horas lo más rápido posible para volver a los tebeos y a los discos. ¿Me quieres? Si me quieres debes de tener preparados 30, 40, 50 céntimos para invitarme. Café largo y sin azúcar. Espero a A. y los alumnos de última hora salen como en una riada incontrolable. Uno de ellos se para frente a la máquina, saca una coca cola, se la bebe de trago y tira la lata a la papelera. Un segundo después saca otra moneda de euro y se hace con otra lata. Se da la vuelta y empieza a correr hacia los autobuses. Cuando trabajaba en el turno de noche había compañeros que se sacaban dos cervezas en la máquina antes de ponerse a trabajar, la primera se la bebían mientras se cambiaban y la segunda en el camino desde el vestuario hasta la máquina. El chico de la coca cola ya está subido en el autobús, habla con su compañero de asiento mientras agita la lata abierta. No quedará una gota cuando crucen el río.

martes, 15 de septiembre de 2015

Interino 12: El knight raven de mi madre




Son los primeros días del curso. Una madre llega con un antiguo alumno mío. Me acerco a saludarlos y pregunto qué tal le va. Duda sobre las asignaturas en las que matricularse. Su madre lo mira arrobada. La brújula que necesita es mastodóntica. Trato de echarles una mano: no cojas matemáticas, mejor latín y griego. Se marchan. Madre e hijo. Hijo y madre.

Las tardes pasan rápido en el pueblo. Veo series y programas subtitulados en el ordenador. Paso de de un partido del Mundobasket del 2006 al tercer episodio de un spin-off de Los muertos vivientes. Me detengo en Comic-Book Men. Es un programa de telerrealidad ambientado en una tienda de tebeos. Compran y venden libros, juguetes, muñecos y ediciones raras. Un tipo acude para vender el Night Raven. Aquel jet de color negro que usaba COBRA, los antagonistas de los GIJOE que se parecía muchísimo al que usaba la Patrulla-X en los buenos tiempos de Claremont y Byrne. Unas Navidades, volvíamos de casa de mis abuelos y al llegar a nuestra casa, bajo el árbol, mis padres me habían dejado el Night Raven. Mi madre, que siempre ha presumido que de niño me compraba los regalos de Reyes en el Bazar-X sin que yo me diera cuenta, me hizo uno de los regalos más alucinantes de mi vida. Sé que se resistió a comprármelo -era un juguete muy caro, como aquel barco pirata de los Famóvil o el batmóvil de los años ochenta, aquel en el que los muñecos de DC llevaban capa, la misma época en que los Marvel de las Secret-Wars llevaban un escudo, siempre- pero, me hacía tanta ilusión...

Jugaba mucho con muñecos: Famóvil, GIJOE, figuras de Star Wars, superhéroes...lo mezclaba en un amalgado universo alternativo que ríete tú de la Tierra 2 o la Tierra 666...todo valía, siempre estabas dentro. Las fuerzas del mal no se iban a rendir nunca. El Knight Raven tenía el problema de ser poco manejable, para las distancias cortas...pero ese juguete es un instante absolutamente destilado de felicidad.


Llamo a mi madre, le cuento que me han vuelto a renovar en la radio, que el comienzo de curso va a ir muy bien. Luego me pasa a mi padre, habla rápido, no le gusta el teléfono, como a mí. Hablamos del baloncesto, de la selección. A veces, cuando estoy en el pueblo, cuando hablo con mis padres de noche, un rato antes de irme a dormir, me pongo muy triste. A veces uno querría coger el tiempo, darle la vuelta, empezar de nuevo y poder después ir hacia delante. Me gustaría tener un reproductor VHS mágico, una cinta de 90 minutos donde atrapar mi vida.  

Interino 11: El club de fans de Diana




Me gustaba el Equipo A. A todos nos gustaba un poco el Equipo A. Y V, también nos gustaba V. Las lagartas nos ponían bastante cachondos. No sabíamos lo que era estar cachondos, pero sí que sabíamos que Diana nos hacía sentir diferente. Había gominolas que parecían gusanos. Las comíamos colocándolas sobre nuestra boca abierta en horizontal y dejándolas caer poco a poco a poco. Sin miedo a ahogarse. Yo comía pocas golosinas. Mi madre me controlaba los dulces. Hacía bien. En el Equipo A salía Mr.T que le había dado de hostias a Stallone en Rocky. Era difícil distinguir al Stallone de Rocky del de Rambo. Años después vi en la RTL, la televisión de Luxemburgo que recibíamos por la parabólica, una película medio erótica protagonizada por Stallone. Me gustaban mucho más las que pasaban de ambiente tirolés. Todos tenemos comienzos complicados, sobre todo si estás un poco gordo. O mucho.

George Peppard y su puro. En el Equipo A se disparaban mil millones de tiros y nunca mataban a nadie. En realidad en el Equipo A nunca pasaba nada. Era una historia circular que te volvía loco. Mr. T llegó a ser un personaje de dibujos animados. En los títulos de crédito ponía que Mr. T hacía de B.A Barracus. Luego en el doblaje español lo llamaban M.A. Nunca entendí el porqué del cambio. Debería preguntárselo a alguna compañera del departamento de inglés.


Dirk Benedict era el guapo del Equipo A. La gente lo conocía por una serie anterior: Galáctica. Solo me acuerdo del primer episodio de Galáctica. Tenía unos pocos cromos heredados de mi primo David. En el primer episodio hay un ataque y solo sobreviven unas pocas naves humanas. Unos cuantos años después hicieron un remake y vi con ilusión las primeras temporadas. Me resistí a ver el remake del Equipo A. Diana me ponía. Mucho. En V salía Robert Englund antes de ser Freddy Kruger. A veces confundo al jefe de la resistencia de V con el actor que hacía de McGyver. Veía V en casa de mis abuelos. Debían pasarla el sábado por la tarde. Jugábamos mucho a V y leíamos la Teleindiscreta porque adelantaba los capítulos que estaban por venir. Todos queríamos estar en la resistencia aunque la estética fundamentalmenta fascista de los invasores lagartos resultaba inquietantemente atractiva. Hubiera vendido a mi planeta, a mi gobierno, a la Tierra entera por Diana. Sigo estando dispuesto.  

domingo, 13 de septiembre de 2015

Interino 10: Solo te pedí un cigarrillo


A veces las únicas cuestas que valen son las que no puedes dejar de subir. En la ciudad había hambre de cerdo y lágrimas de alquitrán. A. no quiere estar desnuda frente a la ventana que da al abismo y yo sigo ahogado por la adicción mal curada. Javier y Antxon, como dos gemelos de Kollwitz envían señales desde el pasado. No hay abonos para las vistas que se han perdido. Compro en la tienda del museo un pequeño monográfico sobre los tebeos en la España de la Transición. A veces extraño volver a tener entre mis manos el primer número del Víbora o el especial que publicó el Jueves unos días después del golpe de estado del 23F. Los tebeos eran de mi tío Rafa y mi abuela los guardaba -más bien los ocultaba- en el armario de la plancha. Había historietas de terror eróticas. A las vampiresas se les veían las tetas, pero nada más. Tetas y tetas. Eso sí que me interesaba. Cuando llego a Anarcoma doy un paso atrás. Demasiadas historias confusas.

Hambre de cerdo y vino en las comisuras. Le cuento a A. que leía Viaje a la Alcarria las tardes de los viernes en clase de plástica. Tenía voz de rapsoda y poca mano para las fiestas. En los cuadros hay estornudos de Saura que amenazan con desnudar a mi mujer. Pienso en el cuello arrugado, el cuello de gallina de Brigitte Bardot, pienso en Enrique dominando con mano dura Sol de España. Pienso en Francisco Umbral trasegando coñac con Raúl Cimas mientras hacen tiempo para el concierto de Esplendor Geométrico.

Tumbado en la cama del hotel veo Cementerio Viviente en la televisión de plasma. No hay subtítulos, pero la muerte siempre sabe encontrar su lugar hasta el cerebelo. Me da vergüenza estar viendo esta película en Cuenca, me da vergüenza no buscar un escondite donde fumar cigarrillos de anís. Por la ventana se dibuja una garganta que no es la mía, un rescate en helicóptero, el goteo del agua dulce, la mentira romana, el queso curado.


Saltar y quedarse colgado. Amar y no dejar nada colgado. Besar tus lóbulos y disfrutar del espectáculo colgante.  

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Interino 9: David y Claudia



En algún momento de tu vida tienes que volver a Uri Geller. Todo el mundo recuerda dónde estaba la primera vez que salió por la televisión, la original, la de José María Iñigo. Íñigo y su pelucón. Calvo como solo pueden estar las estrellas de la televisión. Iñigo con traductor y Geller, judío y zahorí enmarcando en la memoria un simple momento de magia. España detenida frente al televisor con una cucharilla de plata, un reloj estropeado. Félix Romeo frente a la televisión soñando con los dibujos animados. Años después volvió Uri Geller al a televisión. Mi padre acababa de comprar uno de los primeros vídeos VHS, de cinta grande. No había manera de poner el reloj en hora. En aquella época poner la hora del reloj era una misión casi tan complicada como programar la grabación de una película. Uri Geller era amigo de Michael Jackson. Lo decía Iker Jiménez. Era el Un dos tres, la segunda vez de Uri Geller, mi padre y yo frente al televisor. Mi padre creía, yo creía en mi padre, en la segunda venida de Uri Geller. El vídeo sin hora, las cucharas en ristre, no habían terminado los ochenta.

El abuelo de uno de mis alumnos es zahorí. Me lo cuenta Ana en el autobús camino de casa de mis padres. Lo hemos tenido en clase los dos. Un chaval repetidor, agotado adolescente abúlico. Pero su abuelo encuentra agua con un simple palo. Eso es magia de verdad, no como en las novelas de a duro. Yo le cuento a Ana que Uri Geller buscaba petróleo para las compañías árabes. Era un ciudadano del mundo. Lo detectaba, como el abuelo de nuestro alumno con los acuíferos. Ana me dice que pagan muy bien por encontrar pozos de agua dulce. Quizá nuestro alumno haya heredado alguna de las dotes de su abuelo. Sería un futuro mejor que los libros. Cuando pienso en Uri Geller pienso en Félix Romeo y en mi padre. A veces no es más que ilusión. Hay que creer en algo. También me acuerdo de aquella canción de los Planetas, David y Claudia. ¿Qué harías si fueras el mago más poderoso sobre la tierra? Hechizarías a la mujer más deseada del mundo. Era una buena metáfora. Tan buena que era de verdad.