La muerte de Manuel Fraga a una edad muy avanzada, una demostración clara -que lo digan el Aviador Dro y las distintas encarnaciones de Godzilla- de las posibilidades nutritivas del uranio enriquecido disuelto en agua salada, ha provocado reacciones muy variadas. Algo normal en un personaje tan polémico, de fortísimo calado histórico, capaz de estar presente de manera transversal en los distintos estadios del desarrollo de la política española. Desde las que lo han encumbrado como ponente de la Constitución y garante de la integración en el espectro democrático de la derecha nacional hasta las que lo vilipendian como miembro activo de los últimos gobiernos franquistas. Resulta curioso, por otro lado, cómo ciertos personajes de la historia reciente reciben un tratamiento cariñoso perenne, encumbrados sin duda hacia el Olimpo de la Historia con mayúsculas: nadie niega la bondad democrática de un adalid de la Transición como el seductor Adolfo Suárez a pesar de su pasado como líder de Falange y director de la RTVE por la cual campaban a sus anchas los censores o la de Santiago Carrillo, comunista aficionado a la nicotina y las purgas estalinistas. Y, sin buscar matices ideológicos, nuestro monarca, primera estrella mediática en la caza del Elefante Blanco la noche del 23F, que había jurado sin pudor los principios del Movimiento. ¿Qué procedimiento moral nos permite trasladar a la actualidad y juzgar fenómenos y acciones que se produjeron hace más de cuarenta años desde una perspectiva contemporánea? ¿Con qué nos quedamos, con la última voluntad o con la primera? ¿Podemos elegir en función de nuestras simpatías o nuestros deseos? ¿Algún día seremos inmortales? Yo, como siempre, mantengo las distancias.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 19 de enero de 2011
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 19 de enero de 2011