Hace pocos días Teresa Jiménez Becerril, hermana del concejal asesinado junto a su esposa, por la banda terrorista ETA, nos recordaba que el antónimo de “paz” es “guerra” y que cuando su hermano y su mujer salieron de su casa en Sevilla pocos minutos antes de recibir sendos tiros en la nuca no se dirigían hacia ninguna zona en conflicto bélico. Así que la supuesta Conferencia de Paz que hemos podido seguir estos días quedaba desde un principio reducida a lo que ha resultado ser: una pantomima para la mofa y el desprecio hacia las víctimas. Una parodia, una enorme broma cruel, donde los dinosaurios de la sangre, los que todavía abrazan el marxismo como la vía rápida para regurgitar sobre los que los rodean sus ansias de opresión, buscaban el reconocimiento internacional con la aquiescencia de una buena parte de la clase política española. Sí, los que agitaban los árboles mezclados con los tibios de siempre, más preocupados de obtener el rédito electoral de una declaración del final de la banda del hacha y la serpiente. Aquí se puede justificar casi todo, sostener en una foto el número de preso de Otegui, limpiarse la sangre con el aguarrás del olvido, pero si nos colocamos en la situación moral de justificar los medios para alcanzar los fines en poco tiempo habrá alguien que enarbole una de las máximas más conocidas del refranero español: "Muerto el perro, se acabó la rabia". Y entonces igual habría que asustarse de verdad. Creo que existen dos momentos tristemente claves para la educación política de cualquier amante de la libertad en mi generación: el atentado contra la Casa Cuartel de la Guardia Civil y la nauseabunda ejecución de Manuel Jiménez-Abad. Dos punzadas en el corazón de esta región, heridas insondables que permanecen en nuestra memoria colectiva. Y el recuerdo, que no el rencor, es lo único que traerá una paz duradera.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del jueves 20 de Octubre de 2011