Veo una foto de Dylan, de Bob, demacrado y anciando, sus
guardaespaldas lo sostienen, lleva las cejas pintadas, estoy seguro. Dylan se
ha hecho mayor, casi anciano, Dylan siempre estuvo allí, cuando eras niño y
cuando ya no lo eras. Otra foto: Dylan con jersey de cuello alto y gafas
oscuras de pasta, perdido entre aspirantes a la Factory de Warhol y
chanteuses que querían aparecer en películas de Godard. Dylan entre Nico y
Françoise Hardy, de Nueva York a Londres, huyendo de los talibanes del folk
como Peret lo hacía de la Iglesia Evangelista. Dylan de ácido, encerrado en
un sótano infecto junto a The Band, alimentándose de órganos hammond y
plegarias a la muerte llena de gracia. Una estampa de Dylan encontrando el
rosto de Jesucristo en un emparedado de jamón y queso, con el cuello roto y la
sangre cubriendo todas las vías. Dylan rezando a San José de Arimatea con un libro de Rimbaud en una mano y un mapa
de Mozambique en la otra. Dylan y Celentano cantando para el Papa. Dylan, diez,
quince años antes, haciendo en directo Aleluya de Leonard Cohen en un disco
pirata grabado en Japón. Dylan y Johny Cash haciendo Ring of Fire en un estudio
de Nashville. Mi foto favorita., con los violines fronterizos de los setenta,
Desire, las giras interminables donde todos subían al tren: poetas beatniks, guitarristas de las arañas
de marte y hombres de las praderas buscando la verdad en el desierto de Mojave.
Dylan en los setenta, con los ojos pintados de negro, con Ginsberg en los
coros, mirándole los pechos a Joan Baez, rodando películas de mil horas,
realmente beatífico. Un vagabundo del Dharma escapando de los hippies,
estirando tanto los límites de la contracultura que cualquier burgués puede
masticarla. Dylan que no se casa con nadie, solamente con Sara y la cosa no
funcionó. Dylan lo hace todo por dinero, Dylan toca el piano en sus últimas
giras, Dylan es el máximo exponente de la Kábala postmoderna, hay millones de combinaciones
entre los versos. Dylan guarda todos nuestros secretos en sus canciones. Eso lo
hace grande.
Columna aparecida en el suplemento Artes y Letras del Heraldo de Aragón del jueves 15 de junio de 2011