Con el descorchado del tranvía, la ciudad ha entrado en un huracán participativo propio del reparto de bollo reseco y chocolate en la festividad de San Valero. Los voluntarios se afanan en mecanizar el procedimiento de paso de la tarjeta, encontrando de nuevo, después del “affaire Expo”, su lugar en el mundo. A uno, que ha comprobado que el tiempo de desplazamiento desde la Plaza San Francisco hasta el centro se ha triplicado con el advenimiento de la magna obra, le cuesta ponderar objetivamente el potencial renovador del invento. Asumo que tendrá algo de progresista y sostenible, pero si hay algo que define la verdadera modernidad maña, es sin duda la panadería veinticuatro horas. Alimento de noctámbulos, semillero de futuros proyectos de esos que harán cristalizar la ciudad como capital cultural mundial (quizá incluso universal) en alguno de los lustros futuros, sus puertas abiertas toda la noche serán, sin duda germen de algún poema de Manuel Vilas que sustituya del imaginario colectivo la mutilada oda al McDonalds de Plaza España. Con sus dependientes eslavos apurando en su puerta cigarrillos de madrugada, acompañados fugazmente por sus novias -que hacen una visita para dispensar algún beso rápido que haga más soportable el desfilar de vampiros estimulados por bebidas espirituosas- , sus pizzas de campaña recién hechas, incluso, si uno apura, alguna lata de cerveza más o menos fría, se nos presenta como el nuevo hito de la postmodernidad urbana. A la altura de esos míticos “drugstore” de la movida que aparecen en las canciones de los Burning, como las cafeterías de los cuadros de Edward Hooper, Zaragoza tiene por fin un espacio donde refugiarse de la lluvia pesada (o de los terremotos, que después del temblor de la semana pasada uno ya no sabe qué pensar) que está a punto de caernos encima.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón de 14 de abril de 2011