El pasado miércoles tuvimos en la nueva entrega de Comunidad Sonora un especial de Espíritu de Margot dedicado a uno de los músicos más excepcionales que ha dado Aragón en estos últimos años: Pablo Malatesta. Instrumentista hiperdotado, arreglista intuitivo y productor plenamente capacitado desde su Rothaus estudio. Hablamos de Sullivans, de su colaboración en el último disco de Alan Boguslavsky (del que escuchamos un tema, Vía láctea), de su trabajo con DeVito, Cistitis and the Pajer o Experimentos in da notte (estreno en exclusiva de un tema del nuevo LP: El lamento del ángel). Pablo nos contará sus nuevos proyectos y además escucharemos en su faceta como remezclador el trabajo realizado para el Columpio asesino y su tema Toro.
viernes, 29 de abril de 2011
Reseña de Vampiros y zombis posmodernos de Jorge Martínez-Lucena (Editorial Gedisa)
Cuando uno se enfrenta a la lectura de un libro que tiene como título “Vampiros y zombis posmodernos”, parece que lo primero que debe de hacer es aprovisionarse de latas de alimentos, armas de fuego, munición y un kit de matavampiros marca Van Helsing (registrada, claro). Todo mientras suenan Echo and the Bunnymen o, en el peor de los casos, alguna banda de rock industrial oscuro. Pero no es así, por lo menos no del todo, puesto que el libro de Jorge Martínez-Lucena es un ensayo que condensa a partes iguales la erudición del método científico con el aspecto más divulgativo de la antropología. Comienza con un poema de Jaime Gil de Biedma y termina con una selección bastante completa de materiales, sobre todo audiovisuales, que permiten abordar con una perspectiva amplia un fenómeno que por su impacto actual no deja de sorprender. Entre medio, el origen de la fascinación humana por la figura del no-muerto y su desarrollo en la sociedad de consumo hasta alcanzar la desproporcionada atención mediática que títulos como Resident Evil, The Walking Dead o Crepúsculo han recibido en el público no especializado. Porque “Vampiros y zombis posmodernos” no es un libro para coleccionistas compulsivos de cintas de serie Z ni para aficionados a la edición de fanzines de grapa y papel; se trata, en realidad, de un completo almanaque comentado de películas y novelas en el que partiendo del deseo de Mary Shelley por vertebrar la autoridad del hombre frente a la muerte, recorre las distintas manifestaciones que en la cultura pop (entendiéndose las dos acepciones de la palabra, tanto la postmoderna como la popular) los caminantes animados han ido desarrollando en los últimos ciento cincuenta años. Releer el Drácula de Bran Stoker en la versión de Coppola como un alegato contra la plaga del Sida o la saga de los muertos vivientes de George A. Romero en clave política, son ejercicios básicos para comprender este mundo saturado de información y falto de formas morales. La sexualidad ambigua, el aura de estrella del rock de la última versión vampírica o la fascinación que el adolescente siente ante las veleidades gore propias de las imágenes más excesivas de una película de cadáveres revividos en busca de carne fresca que llevarse a la boca, encuentran su justificación desde el punto de vista de una sociedad saqueada de impresiones y que solamente alcanza su satisfacción en el espejo de sus mayores miedos. Un libro que, permítanme el guiño, te atrapa al primer mordisco.
Reseña aparecida en el Suplemento Artes&Letras del Heraldo de Aragón del Jueves 28 de Abril de 2011
EDS
Vuelvo de mis vacaciones de Semana Santa con una noticia agridulce: el cierre en la próxima primavera de uno de esos bares que han permitido a Zaragoza acuñar su breve carácter cosmopolita a base de horas de barra, La Estación del Silencio. Boch y Antonio, Antonio y Boch, supervivientes de la resaca heroica con poesía, cócteles y buen rock and roll dicen adiós ahogados por la política antihumos -qué contradicción, ¿no?-, y por inanición provocada por horas demasiado tempranas de cierre. La Estación del Silencio amalgama épocas, anécdotas y personajes como sólo los garitos referenciales pueden hacer. Casi todas las noches de mi adolescencia, cuando volvía a casa de mis padres, pasaba por delante de sus puertas herméticas e imaginaba algarabías interminables, fascinantes arabescos de absenta y tecnopop, material propio del panteón del buen vino. La primera vez que entré en la Estación llevaba en las manos el primer número de un fanzine, Confesiones de Margot, y recuerdo, como si fuera ayer, que Antonio Estación me compró un ejemplar y charló un buen rato conmigo, un crío imberbe que jugaba a ser maldito. Recuerdo a Sergio Algora en el desmadre pánico de la presentación de su primera obra de teatro, el cumpleaños de Félix Romeo, cuando me regaló su libro “Amarillo”, a los dos Luises, Cebrián y Díez, a Valtueña y Marisa, a Óscar, Patricia, Sole, a Pepa, claro, a mi hermano mayor Santi Rex, la bondad personificada. Yo, que soy ciudadano de tercera generación del estado estacionario, guardo parte de mis mejores momentos en carpetas y recortes, alimento de una memoria emocional que, como todo lo efímero, alcanzará categoría de mito con el paso de los años. No sé a quién, pero seguro que dentro de unos lustros, contaré que yo fui feliz muchas veces allí, en La Estación del Silencio.
Columna aparecida el jueves 28 de abril de 2011 en el Heraldo de Aragón
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