Nunca aprendí a montar en bicicleta pero, eso sí, en el verano olímpico era capaz de recitar de memoria todos los ganadores del Tour de Francia en orden cronológico. No me preguntéis para qué me servía ni cómo es posible que a día de hoy no haya manera de recordar las propiedades de los números complejos o mi nuevo número de móvil. Supongo que es un rasgo de madurez. Recuerdo la pasión que nos embargaba en el larguísimo mes de julio en Salou, la pegajosa hora de la siesta, junto a mi padre y mi abuelo Antonio, jaleando los infructuosos latigazos de Perico. Perico Delgado, el más grande, el que me hacía esperar el comienzo de la medianoche deportiva en una oscuridad plena de mosquitos y tebeos de saldo. Los otros grandes: Greg Lemond, el verdadero americano tranquilo con su bicicleta de fantasía en la última crono del año 89, la edición en la que Perico—así se construyen los mitos— llegó tarde a la salida en la etapa prólogo; Laurent Fignon, elegante heredero de Hinault; el irlandés Stephen Roche, con su máscara de oxígeno en La Plagne; Lucho Herrera y Fabio Parra, caras imborrables que se impregnan en las chapas de mi memoria. Me gusta Alberto Contador, sufriente, de la raza de los escaladores españoles, flaquísimo, menos contrahecho que otro mito, el aragonés Fernando Escartín, que daba el contrapunto lírico al terriblemente soso Indurain —y es que ver ganar al navarro era tan apasionante como comerse un paquete de folios. Hoy espero que reviente la carrera, que aparte de un manotazo a los destalentados que azuzan imprudentes el paso de los corredores —y aunque hoy no toque hablar de política, a veces se me cae el alma a los pies con los que reclaman acercamientos y privilegios para los asesinos—, aunque, pase lo que pase, para mí ya tiene su sitio en mi panteón particular. El mismo en el que nunca pudo entrar Abraham Olano.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 22 de Julio 2010