sábado, 2 de abril de 2011

Nacho Vegas en la Sala Oasis de Zaragoza (1 de Abril de 2011)


Promotora: Antípodas Producciones

Media hora después de las nueve hacía su aparición Nacho Vegas sobre el escenario de una Sala Oasis con tres cuartos largos de entrada. Hambrientos de épica y malditismo, muy callados, esperábamos con devoción las narcóticas canciones del gijonés, muy bien arropado por una banda en la que siempre destacan Xel Pereda (guitarra, mandolina y steel guitar) y Abraham Boba (piano, acordeón y elegancia). No hubo demasiadas sorpresas y dos temas de su nuevo disco, “La Zona Sucia”, Cuando te canses de mí y Cosas que no hay que contar, sirvieron como perezosa apertura, con Nacho Vegas a la guitarra acústica (luego pasaría a la eléctrica para no abandonarla en el resto del concierto). Dry Martini S.A, una de las pocas concesiones al pasado, aunque fuera al más cercano, sirvió para comenzar a salivar. Un guiño para fieles, Hablando de Marlen, extraída del vinilo, “Esto no es una salida”. Cuando uno puede disfrutar en directo un tema del calibre de Canción de palacio#7, la eternidad se detiene para que uno se tome una bebida espirituosa y descanse dentro de estructuras de cristal. Reloj de manecillas es una canción sobresaliente, con su magnetismo del Cantábrico, lo mismo que Perplejidad, muy emparentada a la lírica del Cohen de Comparando mitologías. El salmódico Maldición fue uno de los momentos cumbres de la noche, con la letanía que arrastra a Ezequiel hacia el estómago de la bestia. También el momento casi jubiloso (dentro de la melancolía autoimpuesta por banda y público) de “Va a empezar a llover” de aquel estupendo (sobre todo en la parte de Vegas) disco compartido con Enrique Bunbury, “El tiempo de las cerezas” o una de esas canciones magnéticas, “Me he perdido”, de una lubricidad que sólo puede ser producida por la presencia fantasmal de Christina Rosenvinge. Lo que comen las brujas no supera el listón de aprobado dentro del repertorio (aunque, claro, estamos hablando de Nacho Vegas, lo que lo lleva al notable en cualquier otro lugar) y, sí, claro, La gran broma final es una maravilla de seis minutos, mercurial y amarga. El cierre, con un ligeramente desganado “El Hombre que casi conoció a Michi Panero” (como me decía la escritora Eva Puyó, es una canción tan bella en el estudio, que en directo parece que tiene poco brillo) y una intensa “El mercado de Sonora”, de electricidad punzante, nos dejó casi saciados. Un reencuentro sobrio. Sin más. Es el problema de la devoción.