Las cifras del paro en España llegan en la semana de ánimas, asustando bastante más que los rostros pintados y las brujas imposibles que nos asolan en este panorama zombificado de estúpida recepción anglosajona (por favor, únanse los progres antiamericanos y los españoles de toda la vida defensores de la tradición, hagan algo…) que nos ha traído Halloween. Tan extremas que parecen fruto del delirio pasivo de un gran mundo indolente, este país se arrastra y las excusas del Gobierno, amparado tras su campana de cristal insonorizada de justificaciones mundiales, resultan patéticas. El manido “es que todos están así” no puede seguir valiendo cuando existen países donde la recuperación es evidente. En Berlín, transcurrida la noche de Walpurgis, tachan fechas en el calendario antes de la debacle griega, sorprendidos por esa especie de motín heleno en forma de referéndum. Ni cobrando la entrada al Partenón a precio de película 3D con ribetes digitales se pueden superar tres décadas de despilfarro. Y en la lista vamos los españoles detrás. La socialdemocracia, el socialismo, las grandes palabras que forjaron la Europa de los ochenta, han acabado teniendo menos valor que una moneda de dos Ecus. La cultura del esfuerzo, la eliminación de la picaresca laboral mediterránea, la intolerancia social hacia los que siguen teniendo a gala su inmovilismo por el remanente del subsidio, todo eso es necesario, imprescindible. Y sí, digámoslo claro, porque la situación lo exige, también un cambio en el Gobierno, el adelgazamiento de la infraestructura autonómica y la revisión de las transferencias y la descentralización psicodélica. Porque aunque nadie diga que el plato tendrá buen sabor, la receta está muy clara.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del jueves 3 de noviembre de 2011