viernes, 21 de junio de 2013

Drazen y Trecet

Hay veces que la vida se te lanza encima y es muy difícil evitar chocar contra ella. Hace unos días volví a una de mis viejas aficiones, el baloncesto. La euforia por la clasificación del CAI Zaragoza para semifinales de la ACB se diluye entre la voracidad del triste monstruo futbolístico y este estío fallido que no llega. Vuelvo al año 1989, a la final de la Recopa de Eupora de baloncesto: Real Madrid-Snaidero de Caserta. ¿Os acordáis? Seguro que sí, Drazen Petrovic 62 puntos y Óscar Schmidt 44. Y Ramón Trecet radiando la final desde Atenas. Trecet lo sabía todo. Casi todo, en realidad: no sabía que al año siguiente Fernando Martín (que metió los puntos decisivos en la prórroga de aquel partido, no lo olviden nunca, Fernando Martín, con tilde en la í) se mataría en un accidente de coche y que unos pocos años después Petrovic moriría de la misma manera tras jugar con su nueva selección, Croacia. Al final de la década de los ochenta el baloncesto alcanzó su perfección absoluta con los chicos de Yugoslavia. El combinado plavi destrozó todo los mitos, los soviéticos y los norteamericanos, con un juego vistoso que combinada lo técnico y lo físico. ¿Y después? Después odio, muerte y división. Ellos eran los mejores jugando juntos, sin necesidad de mirar su carnet de identidad. Eran los mejores porque tenían algo en común, a pesar de que sus gobernantes, sus imanes y cualquier político con delirios nacionalistas les dijera lo contrario. No me quiero poner moralista pero me acuerdo de Kukoc y Radja con la Jugoplastika, me acuerdo de Don Francisco enseñándonos Geografía en séptimo de EGB. Fuimos la generación que aprendió la geografía europea más fácil de la historia. Eres un trágico, Octavio. Claro, y también nos parecía normal que los equipos griegos ficharan a golpe de talonario a Dominique Wilkins, porque el dinero del Olimpiakos del Pireo salía de los bolsillos de los armadores. Trágico y agorero...no quiero olvidar tampoco los grandes pabellones construidos en todas las ciudades y los pueblos de España. Pabellones titánicos. Era una gran época aquella, construir era gratis, porque el dinero público no era de nadie y todos teníamos que tener una Exposición Mundial (o universal o galáctica, qué sé yo). Aquellas sesiones de televisión de madrugada, cerca de las estrellas, soñábamos con que nuestro compañero de pupitre, el alto, el Pau, jugara en la NBA y nosotros seríamos ingenieros en la NASA o, los más mediocres de la generación más preparada de la historia de España, nos sacaríamos una oposición y veríamos los partidos desde una televisión con las sobras de la tasación de la hipoteca. Esos sí que eran buenos tiempos.

Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 13 de junio de 2013