Me he reconciliado con el cine español. Bueno, con el cine estatal, que queda mejor en esta nueva orientación que toma la columna: el fin de semana pasado estuve viendo “Extrarrestre” de Nacho Vigalondo y durante noventa minutos todo se llenó de endorfinas de placer, guiños cómplices y carcajadas. Inconmensurable el papel de Raúl Cimas en una línea continuista con el miserable Jaime Walter de Museo Coconut, como también el nunca suficientemente sobreactuado Carlos Areces. Al final, todo se resume en lo mismo: códigos cercanos, humor generacional y un cierto compromiso con la cultura pop que el cine español, más bien el público español, demanda hace tiempo. Me gusta Alex de la Iglesia reventando mis sentidos en el comienzo de "Balada triste de trompeta", me apasiona volver a la mirada de Alfredo Landa en la escena inicial de "El Crack", me llega la picardía del fuera de la ley que ha usado Paco León en "Carmina o revienta", la violencia epiléptica de "Grupo 7" con la hipnótica banda sonora de Julio de la Rosa y me sigue estremeciendo cada noticia que hay en twitter sobre el nuevo proyecto de Jaume Balagueró o de cualquier francotirador dispuesto a recoger la herencia de Paul Naschy aka Jacinto Molina. No me gusta, claro, el populismo manipulador de cada ceremonia de los Goya: agitar las joyas y rasgarse los vestidos de marca al borde de la revuelta es un guión más trillado que la penúltima historia sobre la Guerra Civil. No me gusta esa especie de moralina dialéctica basada en una superioridad intelectual cogida con alfileres; eso, por supuesto, debería dar para otra columna. Definir qué es mejor: hacer integrales o memorizar a Buero Vallejo, ¿ingeniería o arte dramático? Creo en Miguel Noguera frente a una cámara, en pleno apocalipsis, atrapado por el guión de la vida y recordándonos que todos, alguna vez, hemos creído en George A. Romero.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del jueves 7 de marzo de 2013