Manuel Vilas hizo que quisiera ser columnista del Heraldo. Mi padre me hablaba de un tipo que retaba a Matías Uribe con canciones sobre Nico y que montaba en las mismas líneas de autobuses que me llevaban cada mañana al Politécnico, más allá del Pryca, donde acaba la ciudad. Yo sabía que Vilas iba a hacer algo grande el día que me crucé con él a la altura de la Plaza del Carbón. Llevaba sandalias, “tiene que escribir muy bien para atreverse a llevar sandalias”. Hacíamos un programa de radio pirata, se llamaba Música para camaleones y aquel verano leímos entero El cielo en antena. Hacíamos Confesiones de Margot, nos gustaba Vilas. Leí Zeta, que fue un regalo y hablaba de vampiros y de mi ciudad, después Magia, firmado con la tinta azul del bolígrafo de Lou Reed. Y los dos puñetazos al alma que son Resurrección y Calor. Me acuerdo de José Luis Esteban, del Jota, recitando “McDonalds” en el Mar de Dios, recuerdo la primera vez que hicimos “Audi 100” con Pablo Malatesta tocando el piano como poseído por el espíritu de John Cale. Leo Resurección y Calor una y otra vez, como un poemario infinito, como una versión postmoderna del libro de las arenas borgiano. Sus textos se reproducen, novedosos, cada vez que uno respira. Y después llegó España y más tarde Aire nuestro, y las mutaciones de Vilas generan iteraciones salvajes en cada uno de nuestros universos. Y Vilas en el centro del mundo saludando a su tierra con una mano. Vilas generando aliento enlatado para los que juntamos palabras a la salida del horario de instituto. Vilas presente como un fantasma en las calles, en las carreteras de Aragón. Uno entra en un libro de Vilas y puede vivir allí para siempre. Hoy presenta Amor, su obra poética completa. No hagan caso del rumor de las llamas y denle un abrazo de mi parte.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 28 de Octubre de 2010