Los veranos de interino son como
cualquier otro verano. Buscamos una excusa para evitar el miedo a
septiembre, a la lotería del destino. Me muerdo el labio cada vez
que me marcho por la puerta de un instituto. No me gustan los
cambios. Lo mejor de los veranos de interino son las librerías de
los lugares a donde vamos. A. quiere ver Iglesias y cosas
importantes. Yo solo quiero pasar un rato entre los libros del lugar:
me acuerdo de una librería en Lanzarote, en Arrecife. Tenía viejos
libros ilustrados de la colección La Máscara. El dueño resultó
ser de Zaragoza. Nos enseñó la parta de atrás, su almacén. Era
una pequeña revuelta pasiva, conservaba ejemplares de la colección
Austral entre los montones de los libros de texto. Odiaba vender
libros de conocimiento del medio y de matemáticas. No le dijimos que
éramos interinos esperando el final del verano.
Recuerdo una librería en Cuenca en la
que buscaba San Camilo 1936 y acabé comprando un libro de artículos
de Francisco Umbral que no conocía. En la mesa de las novedades un
ensayo sobre la Patrulla-X y un libro de relatos celtas de Chesus
Yuste editado por Xordica. También había tebeos de la Guerra de las
Galaxias. Recuerdo pasar del FNAC de Callao a un puesto en el Rastro,
recuerdo Valderrobres boxeando en la medianoche. Recuerdo la librería
de Teruel, con Mario y una antología de poesía lésbica, con el
aliño de una biografía de Antonio Carlos Jobim. Recuerdo a Eugenio
en Alcañiz, recuerdo que cuando nuestro amor empezaba Eugenio nos
recibió en un parque de Barcelona. Recuerdo comprando cintas de
cassette en Gerona y recuerdo libros de ciencia ficción en Cambrils.
La belleza de plástico transparente de aquella librería junto a una
pescadería al por mayor. Recuerdo las miles de librerías que había en Salou y buscar contigo sus restos como arqueólogos desahuciados.
Recuerdo las librería de París, la de
Amsterdam y las de Bruselas. Recuerdo una librería que era una
Iglesia y un tienda de cómics de línea clara. Recuerdo la rabia
que me da cuendo veo tantos libros y no puedo leer ninguno. Recuerdo
una biografía de Eddy Merckx que me compré en Lieja. Olía tanto a
humedad que podría haberlo lanzado Roger de Vlaemink a la cuneta al
acabar la Paris-Roubaix. Hablaba de "El Caníbal" como de
una joven promesa. La biografía terminaba en el año 1966. No había
ganado todavía su primer Tour de Francia.
Yo te amé en Bruselas. Te amé porque
sabía que el final siempre está acechándonos. Te amé porque me
quitaste la muerte de la boca con un beso. Yo te amé en Bruselas, te
amé mientras Spirou nos miraba desde la ventana, te amé en Namur,
te amé en Huy. Te amé cuando rompiste frente a mí un pasaje a Las
Marquesas.
A la altura de mayo uno empieza a
contar los días: esto se acaba, chavales. Intento dormir y doy
vueltas una y otra vez en la cama. Me imagino bajo una lluvia ligera
en la última madrugada de la noche, cuando las luces de las farolas
reflejan la rabia de los recién despertados. Esta fiebre de vivir.
Tengo los dedos tan manchados de ceniza que no puedo darle al F5 y
volver a actualizar.