Yo no creo que la poesía vaya a cambiar el mundo —háganme caso, cada día soy más cínico y cada día me va mejor—, pero sí que lo puede hacer un lugar ligeramente más agradable. Trinidad Ruiz-Marcellán y Marcelo Reyes reúnen cada año, a finales de agosto, a un grupo de rapsodas y poetas para disfrutar de versos en un lugar idílico, la comarca del Moncayo. Allí todo fluye sin prisa, regado por los caldos de la vida y de la amistad, en la metamorfosis cercana que todos deberíamos exigirle a la poesía para que escape de las catacumbas del snobismo y la artificialidad académica. Este año el encuentro rendía homenaje a Miguel Hernández, el poeta del pueblo, una víctima más de esta España que algunos amamos y odiamos de manera bipolar, un hombre atormentado en un tiempo asesino. Sus versos, sensuales, amargos, aún retumban en mi cabeza tras escucharlas en la voz de Luis Felipe Alegre, todo palabra y cuerpo, que al frente del Silbo Vulnerado, derrumbó los interludios áridos entre la vida y los versos en el cierre del festival. Disfruté de Brenda Ascoz y de Dolan Mor, de Gonzalo Escarpa y del casi Pánico Casimiro de Brito, de la “perfopoesía” de Cesc y Marian, de la “golden voice” de Geraldine Hill y la sapiencia tranquila de Miguel Mena. Me gusta ver amanecer en Trasmoz, recorrer los caminos entre Litago y Vera armado solamente de un poco de agua y una sonrisa, escuchar al maestro Guinda pronunciar algún discurso, con la coherencia incontestable del verdadero docente, saber que cualquier cosa que se riegue con la risa de Manuel Forega crecerá desafiante. Sé que había ángeles sobrevolando las casas —algunos incluso, vestidos de musas para la ocasión, se colaban en las habitaciones. Lo sé porque una mañana desperté con una pluma en la boca. Así que me puse a escribir.
Columna aparecida en el Heraldo del 2 de Septiembre de 2009, la foto es del bar "El Chichi" y es obra de David Tolos