jueves, 5 de mayo de 2016

Interino 17: La independencia se paga

Estoy escribiendo una reseña sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez para la revista Afiche. Me doy cuenta que el día de la presentación no pude contar todo lo que quería. Me doy cuenta de que sigo en un exorcismo continuado y prohibido. ¿Quién cerrará este círculo? El pleonasmo, el pleonasmo. 

Cuando operaron a Sergio Algora pasó semanas en una habitación de hospital. La peor abstinencia -puesto que estaba lo suficientemente medicado- fue la sexual. Su amigo Andrés Perruca le llevaba revistas de mujeres desnudas y artículos ilegibles para provocarle. Sergio contaba que cuando la enfermera le quitaba las grapas que mantenían su cuerpo unido el simple olor de su perfume lejano le producía una erección. Dolorosa, como todo lo que fuera sangre y carne. Y todo era sangre y carne en aquella época, sangre y carne dolorida.

Sergio Algora murió a la misma edad que su admirado Boris Vian. 39 años. Vian, tal y como me contó el mismo Sergio un domingo que comíamos en su casa, falleció de un infarto horas después de ver lo que él considerada una inefable adaptación cinematográfica de su obra Escupiré sobre vuestras tumbas. El corazón. El órgano de la sangre y la carne dolorida.

Sufrí el Sergio enfermo. El de las latas de atún de madrugada y la cola del sintrom. Me levantaba, a veces sin haber dormido más de una hora o dos, e iba a la fábrica. Sergio se quedaba durmiendo y me decía que le llamara a mitad de mañana, cuando parara para el almuerzo. Que entonces él se despertaría, se ducharía y, sin lentillas, iría al hospital. No lo hizo nunca. 

Sergio me prestó la única biografía que existía en español sobre Boris Vian. Nunca pude devolvérsela. También se dejó una chaqueta, una cazadora en casa. Había sido de Andrés Perruca y la llevaba el día que le presentó su primer libro a Aloma. Ana me hizo tirar aquella cazadora. No sé porqué le hice caso. El amor es más fuerte que el olvido. En casa dejaste olvidado también el manuscrito con la letra de El hombre que perdió los papeles, una canción del último disco de la Costa Brava. No sé si esto es un pleonasmo pero sí que es una casualidad de narices. Luego seguimos con las casualidades. Una más, antes de que se me olvide. El día que murió Sergio me puse tan nervioso que terminé en un centro comercial muy lejos de todo, en el Actur. Me pasé la mañana comprándome pantalones para ir su entierro. Carmen vino a buscarme con su coche. En una horrenda librería clónica que había en la planta calle de aquel centro comercial encontré, aquel mismo día, en la sección de poesía, un ejemplar de Envolver en humo, el primer libro de Sergio, editado por Manuel Martínez Forega, antes del crack de Panero que trajo Nacho Vegas. El ejemplar estaba firmado. 

La muerte del padre de Sergio, aquel personaje pícaro que protagonizaba el Día del Cielo fue unos años después. Nuestros padres, el abrazo protector y cómplice que ha sido nuestro mejor combustible. El día que mi madre conoció a Sergio fue en su casa. En casa de mis padres. Habíamos estado comiendo y Sergio quería imprimir sus nuevos poemas. Había ganado un premio con ellos. No teníamos impresora. Ninguno de los dos. Mi madre sí, claro. La independencia se paga. Otra vez tenía que ir al programa de Borradores. Se nos hizo tarde. Le propuse coger el autobús. Un hombre de tren y taxi. La independencia se paga. Todos tenemos vicios adquiridos, de nuevos ricos, de antiguos pobres. Yo compartía uno con Sergio, usar coche con chófer femenino. Lo he tenido que abandonar con el tiempo. La independencia se paga.


Había estado en pocos funerales antes que el tuyo. La pérdida de la inocencia no la suministra el sexo ni la droga, la pérdida de la inocencia la trae la muerte. Y toda la vida habla de la muerte. La muerte nos sorprende siempre. Es inoportuna. Llega a la casa sin haber sido invitada y cuando se marcha no hay nadie capaz de acabarse las copas, tan calientes y sin hielo. ¿Cómo me voy a morir me decías? Ahora podría morirme, delante de ti, como un pajarico. Llevabas las piernas hinchadas y el vaso de vino estaba vacío.

Unos días antes de la presentación recuperé unas fotos que nos hicieron en la Plaza Santa Cruz. No hay muchas fotos de Sergio. Una mezcla de desdén tecnológico y oficialidad pop. Sergio era de la nobleza y solo tenía fotos oficiales. Me gusta recuperar esas fotos, en una terraza, después de comer. Más allá del Bacharach y de la fiesta interminable. Los dos vestimos igual: unos pantalones demasiado anchos con los bajos rotos y sucios. Calzado mestizo, ni zapatilla ni zapato. Hay momentos en los que reímos y otros en los que bebemos champán tibio. Ya no está Sergio ni está el restaurante donde comimos aquella tarde. El Portolés se llamaba. 

Tampoco está el alcalde que se convirtió en personaje involuntario de las columnas de Sergio en el Heraldo. El Heraldo y su manual de estilo para cómo se sobrevivir a una guerra. Hay gente que nos bajamos del barco y otros siguen que subidos mientras escupen el agua que les entra por el culo.

Quería hablar el día de la presentación de Gainsbourg, pero no me dejaron. Se hacía tarde, me estaba pasando de tiempo. Antón Castro le preguntaba a su hija: ¿Quería ser Sergio Gainsbourg? Yo no quise leer la respuesta. Yo sabía la respuesta. El tenía miedo de convertirse en Gainsbourg. Guardo el recuerdo de una confesión a ese respecto que creo demasiado íntima para cualquier vía pública, si le interesa a alguien que pregunte.

La precisión paranormal con la que describe la muerte en sus poemas, sus amigos (Richi, Jesús, Aloma y yo mismo por ahora) con los que contactó en sueños después de muerto. Las botellas lanzadas al mar de la red (y vacías, en todo lo virtual), contenían el manuscrito Algora, el que hablaba del segundo Sitio de la ciudad. Y que sobrevive en distintas versiones en distintas manos.

Hay más casualidades. Como que Javier Corcobado recuperara en su repertorio solista su versión de Getsemaní de Jesucristo Superstar la última vez que tocó en Zaragoza. 

El dolor llega al terminar las historias. Por eso nunca nos detenemos. No hay yodo ni arnica en ninguno de los finales que usemos o que intentemos. Ana me dice que detenga la riada, como si hubiera diques suficientemente resistentes. Son como chispazos en la memoria que lo desbordan todo. Imagino que tiene que ver con el alejamiento emocional de mi ciudad. Y también físico, no seamos estúpidos. Hay sitios que solo conocí gracias a Sergio, sitios donde la barra todavía tiene una huella de su codo, de su torso inclinado en busca de un trozo de bacalao rebozado. Tan sencillo como eso. La mejor de las prosas atrapada por la grasa, entre los dedos.