Queridos lectores: este blog ha estado
languideciendo estos últimos meses hasta que la llegada del mes de
agosto y el desorden horario que siempre provoca el estío ha
permitido algún chispazo extra de literatura y pop. Bien,
aprovechando la excusa perfecta: no ponerme a hacer un trabajo que sí
debería estar haciendo, inauguro una sección anárquica y sin
ninguna promesa de continuidad que quiero dedicar, por cierto, a mi
amigo Vicente Muñoz.
El hijo de Chucky es la quinta (y hasta
hora última, aunque la rumorología de la red avisa de la
posibilidad de un remake) parte de la saga de Chucky "El muñeco
diabólico". Si la película original era ya de por sí una
especie de parodia del genero slasher (ya saben, asesino en serie, a
veces con un punto sobrenatural, sobre todo por la longevidad y la
capacidad de supervivencia de elementos como Michael Myers o mi
favorito Leatherface) mezclada con elementos de leyendas urbanas
sobre muñecos asesinos, vudú y crítica del consumismo ochentero,
esta última parte se sumerge completamente en las cenagosas aguas
del pantano de la autoparodia, el metacine y la postmodernidad más
cazurra y delirante. Y sí, por eso es grande. Emparentada en su
planteamiento inicial con la Útima pesadilla de Wes Craven (otra
obra suprema de la metaliteratura cinematográfica y cuya primera
media hora es miel pura) la aparición en los créditos de un
sorprendente John Waters (en el que es su mejor papel desde aquel protagonista animado, dueño de una tienda de memorabilia kitchs en uno de los grandes episodios de The Simpsons) nos indica que los
derroteros van a ser otros. El hijo de Chucky, ambiguo remedo del
Ziggy Stardust, del David Bowie de 1974 (aquel que llegó a pesar
menos de cincuenta kilos y que tenía el cerebro como un queso
gruyere fruto del consumo masivo de cocaína), recibirá el doble
nombre de Glen-Glenda (el homenaje, en este caso, al director Ed Wood, tan de moda en la época por la película de Tim Burton) y será la base de un
conflicto psicosexual que hará las delicias de los fans de Norman
Bates (Psicosis parte dos y tres, nunca la primera).
¿Qué más se puede pedir? Tratamiento de adicciones, moralidad cristiana, homenajes a Stephen King y Jack Nicholson, un ritmo trepidante, algo de sangre, juego de espejos y, por supuesto, la majestuosa Jenniffer Tilly haciendo de sí misma, voluptuosa scream-queen de penúltima generación, recordándonos una y otra vez la película que la hizo grande y que alimentó durante años nuestros sueños más lúbricos, Lazos ardientes (junto a la no menos lasciva Gina Gershon, dios, cuánto la extraño).
Jenniffer Tilly, por cierto, se dedica actualmente a desplumar a incautos jugadores profesionales de póker que se despistan entre tanto cuerpo y tan poco farol.
¿Qué más se puede pedir? Tratamiento de adicciones, moralidad cristiana, homenajes a Stephen King y Jack Nicholson, un ritmo trepidante, algo de sangre, juego de espejos y, por supuesto, la majestuosa Jenniffer Tilly haciendo de sí misma, voluptuosa scream-queen de penúltima generación, recordándonos una y otra vez la película que la hizo grande y que alimentó durante años nuestros sueños más lúbricos, Lazos ardientes (junto a la no menos lasciva Gina Gershon, dios, cuánto la extraño).
Jenniffer Tilly, por cierto, se dedica actualmente a desplumar a incautos jugadores profesionales de póker que se despistan entre tanto cuerpo y tan poco farol.
Y, de propina, una extraordinaria versión de One way or another de Blondie en los créditos finales, interpretado por Full Blown Rose.
Próxima entrega...en breve.