Huesca es diferente. Una ciudad mutante que atrapa al vuelo las ideas y las convierte en una exquisita programación anual de música, artes plásticas y poesía. Estuve el sábado en la décima edición del Periferias. Primero en el Centro Cultural del Matadero, disfrutando con el minimalismo de ritmos quebrados de Kiev cuando nieva y después en la Jai Alai, híbrido esquizoide entre peña de pueblo —con serrín en el suelo incluido— y coqueta sala de conciertos. Allí hubo rumba, cables saturados de electricidad, bajos y baterías unidos por el signo colectivo del riesgo, enfermos del funk acariciando los ochenta a ritmo de ska o pendejadas de música negra en dedos manchados de vinilo. En Huesca uno baila acompañando al fantasma de Michael Jackson, recorre el off de la ciudad encontrando alguna peripecia que luego contar en los blogs postmodernos bajo la organización colectiva de un puñado de capitanes. La red suplanta al Tránsito y los nombres se repiten —será que los chicos de provincias somos así. Disfruto mucho en Huesca, dejándome atrapar por el influjo subterráneo de las mentes abiertas, por el costumbrismo retorcido que abre los mejores salones al discurso febril de Leopoldo María Panero. Sé que, aunque el mundo se termine, en Huesca todavía quedará abierta una tienda de vinilos. Rara vez recuerdo tu nombre, y eso que te conocí en esa estación donde tomé café con Víctor Coyote. Mientras dure Periferias, no duermas, no cierres los ojos, tan siquiera parpadees… podrías perderte algo. Yo, por si acaso, me vuelvo el próximo sábado, que los Willi Giménez y Chanela se han vuelto a juntar. Los Jackson Five de la rumba, me aseguraba, desatado, Copiloto. Ante semejante propuesta, ¿quién se puede resistir? Lo único que no entiendo es que después de veinte años aún no hayan tocado allí los Niños del Brasil. Habrá que recordárselo a las mentes pensantes de la ciudad.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del miércoles 28 de octubre de 2009