lunes, 27 de julio de 2015

Interino (2º): Donald y los jabalíes


J. me cuenta cómo mata a los jabalíes con un cuchillo de caza. Le escucho impostando una atención inexistente. No pasa nada. Es una cuestión de cariño. Trato de hacerles caso, de demostrarles que me interesa lo que cuentan. Me habla de perros y de fiestas en los pueblos. De caminar de noche de N. a I. por caminos sin más luz que alguna estrella. Hay días en los que pierde el control y una ira absoluta le invade. Se convierte en un adolescente absolutamente impresentable, gritando y mandando a tomar por el culo a cualquiera que se pone en su camino. Yo no me aminalo. Le digo que no me levante la mano. Le digo que cuide sus modales o tendré que llamar a la policía. Otras veces, en pleno enfado, nos amenaza con que su padre va a venir y nos vamos a enterar. Como si su padre fuera un chungo de extrarradio. Le dice a M., al director, "Va a venir mi padre y os vais a enterar". Me acerco hasta un palmo de su cara y le digo: "Mira, chaval, por mí como si viene el pato Donald a vernos". Creo que no sabe quién es el pato Donald. Un día me harto y llamamos a su padre. El padre viene. Es una versión avejantada de su hijo. Sentados en el despacho del jefe de estudios le exponemos los problemas de ira de su hijo, le hablamos de la ausencia total de respeto hacia cualquier cosa...¿crees que no lo sé? Nos dice. ¿Qué puedo hacer? Guardo muchas respuestas, pero me las guardo, claro. Ahora no es momento. Aquel tren ya pasó. El hombre nos confiesa que lleva tres años en paro. Que no sabe qué hacer. Saca un pañuelo del bolsillo. La gente que usa todavía pañuelos me producen un extraño respeto. Se limpia las lágrimas que le empiezan a resbalar por la mejilla. Siempre es complicado ver a un hombre llorar. Se lleva a su hijo expulsado cinco días. Al cumplirse la ausencia, J. vuelve. El primer día manda a tomar por el culo a una profesora. Lo volvemos a sentar en el despacho del jefe de estudios. D., el jefe de estudios, le pregunta qué siente al hacer pasar tan mal rato a su padre. J. se cierra en banda. Deja de mirarnos a los ojos. La empatía se evapora como el alcohol al tocar una sartén al rojo. No hay vuelta atrás. No sé cuánta responsabilidad tengo. No sé si hay culpables o solo hay víctimas. Sentados en clase me habla de sus perros, de sus peñas, de los jabalíes eviscerados. Pongo cara de estar muy interesado. ¿Qué sé yo de jabalíes? Que se los comía Obelix al final de los tebeos. Incluso le hago alguna pregunta. Debería recordar, la próxima vez que mente al Pato Donald, que el chaval es capaz de sacarte las tripas con un arma blanca.