J. me cuenta cómo mata a los
jabalíes con un cuchillo de caza. Le escucho impostando una atención
inexistente. No pasa nada. Es una cuestión de cariño. Trato de
hacerles caso, de demostrarles que me interesa lo que cuentan. Me
habla de perros y de fiestas en los pueblos. De caminar de noche de
N. a I. por caminos sin más luz que alguna estrella. Hay
días en los que pierde el control y una ira absoluta le invade. Se
convierte en un adolescente absolutamente impresentable, gritando y
mandando a tomar por el culo a cualquiera que se pone en su camino.
Yo no me aminalo. Le digo que no me levante la mano. Le digo que
cuide sus modales o tendré que llamar a la policía. Otras veces, en
pleno enfado, nos amenaza con que su padre va a venir y nos vamos a
enterar. Como si su padre fuera un chungo de extrarradio. Le dice a
M., al director, "Va a venir mi padre y os vais a enterar".
Me acerco hasta un palmo de su cara y le digo: "Mira, chaval,
por mí como si viene el pato Donald a vernos". Creo que no sabe
quién es el pato Donald. Un día me harto y llamamos a su padre. El
padre viene. Es una versión avejantada de su hijo. Sentados en el
despacho del jefe de estudios le exponemos los problemas de ira de su
hijo, le hablamos de la ausencia total de respeto hacia cualquier
cosa...¿crees que no lo sé? Nos dice. ¿Qué puedo hacer? Guardo
muchas respuestas, pero me las guardo, claro. Ahora no es momento.
Aquel tren ya pasó. El hombre nos confiesa que lleva tres años en
paro. Que no sabe qué hacer. Saca un pañuelo del bolsillo. La gente
que usa todavía pañuelos me producen un extraño respeto. Se limpia
las lágrimas que le empiezan a resbalar por la mejilla. Siempre es
complicado ver a un hombre llorar. Se lleva a su hijo expulsado cinco
días. Al cumplirse la ausencia, J. vuelve. El primer día manda a
tomar por el culo a una profesora. Lo volvemos a sentar en el
despacho del jefe de estudios. D., el jefe de estudios, le
pregunta qué siente al hacer pasar tan mal rato a su padre. J. se
cierra en banda. Deja de mirarnos a los ojos. La empatía se evapora
como el alcohol al tocar una sartén al rojo. No hay vuelta atrás.
No sé cuánta responsabilidad tengo. No sé si hay culpables o solo
hay víctimas. Sentados en clase me habla de sus perros, de sus
peñas, de los jabalíes eviscerados. Pongo cara de estar muy
interesado. ¿Qué sé yo de jabalíes? Que se los comía Obelix al
final de los tebeos. Incluso le hago alguna pregunta. Debería
recordar, la próxima vez que mente al Pato Donald, que el chaval es
capaz de sacarte las tripas con un arma blanca.
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