No recuerdo mucho de la abuela Áurea.
Me acuerdo de los bocadillos que me preparaba para merendar. Me
preguntaba de qué los quería, de jamón o chorizo. Yo siempre le
decía que de chorizo y ella me ponía de las dos cosas. Yo a veces
me quejaba, no entendía para qué me preguntaba de qué quería el
bocadillo si luego iba a decidir por su cuenta. Andaba despacio por
la cocina de la casa de la calle Latassa. No había ascensor en
aquella casa. Mi abuela tenía problemas circulatorios. La sangre
gorda que se decía entonces. También me acuerdo de que tenía una
panera en la despensa. Una panera que se abría hacia arriba, como
una especie de buzón de correos de lata. A veces el pan se quedaba
allí olvidado, algún trozo, migajas. Me escapaba a la despensa y
untaba el dedo en saliva para recoger los restros de la panera.
Recordar aquel sabor de pan rancio, como si lo hubiera comido hace un
minuto. Recordar aquel sabor y no el del jamón y el chorizo
mezclados en un bocadillo.