Hay luces que se apagan por sorpresa, amigos que escapan entre tus dedos antes de que puedas cerrar las manos. También voces que buscan el silencio por sorpresa. No es nada nuevo que la muerte sigue rondando en estos años terribles. El final de la inocencia llega, siempre demasiado rápido, siempre a contrapelo. Hace unos pocos días hablaba con Antonio Pérez Morte, con el reflejo de la pantalla iluminando de un gris fosforescente la habitación. Él me contaba que la pena le había atrapado, inmisericorde, vulgar y rabiosa como es la pena cuando la produce la gente que quieres. Yo trataba de darle ánimos, le pedía que dejara pasar las aguas llenas de lejía oscura. Antonio, siempre generoso, me había dedicado un poema de su último libro, Escombros. Se llamaba Vivir era difícil. Yo le escuchaba algunas noches, con la madrugada avanzada, me hablaba de su familia, de sus hijos, de la risas compartidas con amigos comunes como Gabriel Sopeña. Era un poeta zufariense que a veces también me hablaba de mi propia familia, de los años antes de que todo empezara. Cada hombre es un proyecto inacabado donde la muerte arruga las páginas celebrando el desorden. Estremecido por una ausencia súbita, la de una voz referente en la poesía aragonesa contemporánea, un hombre que hablaba con pasión de lo efímero del momento, de sus amigos, amigos que construía en una comunión de versos y palabras siempre generosas. Ahora la distancia que nos separa es mucho más que unos cientos de kilómetros, Antonio, ahora vuelvo a leer tus poemas y encuentro, como otras veces entre las líneas que dejaron los amigos ausentes: No sabíamos que vivir era difícil /vinimos sin presente bajo el brazo y sin manual. Te extrañaré maestro. Descanse en paz.
Columna aparecida el jueves 21 de marzo de 2013 en el Heraldo de Aragón.
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