El final del verano coincide con mi cumpleaños y este año me han hecho el mejor regalo en mucho tiempo: un abono de temporada para el CAI Zaragoza. El baloncesto es grande, muy grande: con su épica de partidos trepidantes, con su panteón mítico de enormes individualidades y ese alejamiento mediático que supuso para mi generación la NBA. Cuando estoy un poco bajo de ánimo, se lo voy a confesar, me pongo en Youtube el concurso de mates del All Star del 2009, el día que Rudy Fernández hizo su primer mate con la camiseta de Fernando Martín (con tilde en la i, claro). Todavía soy capaz de recordar uno a uno a los jugadores del equipo que hizo el ridículo en el mundobasket de Argentina 90 o el que perdió con Angola en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Emocionarse con las derrotas es signo de madurez...o eso dicen. En la temporada 90-91, con el Pabellón Príncipe Felipe recién inaugurado, mi padre y yo cogíamos la línea 40 desde la Plaza de San Francisco hasta la Avenida San José con Cesáreo Alierta y caminábamos hacia la Granja, donde se alzaba el imponente polideportivo. Aunque años después disfrutaría de los conciertos de Leonard Cohen o Miguel Ríos, los primeros momentos de pasión entre esas cuatro paredes fueron aquella temporada. Era la época del segundo advenimiento de Kevin Magee y mi último año de EGB. Ruiz Lorente o Fran Murcia, Lucio y Alberto Angulo, Aitor Zárate que vino para diez días, Dani Álvarez que estudiaba ingeniería en el Centro Politécnico Superior, José Miguel Hernández cedido un año en el Magia de Huesca, todos tienen un hueco en mi memoria. Después, parpadeo un segundo y tengo treinta y cinco años y espero las listas de interinos de secundaria cruzando los dedos para tener algún destino. Aunque este curso, por lo menos, volveré al Felipe.
Columna publicada el 1 de septiembre del 2013 en el Heraldo de Aragón
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