Todos los años, durante las primeras semanas del verano, me acuerdo mucho de Sergio Algora. Cada día que pasa me doy más cuenta de que su ausencia (como la de Félix Romeo) ha dejado a Aragón huérfana de talento, ilusión y rebeldía. Somos como muertos vivientes caminando por las plazas vacías de Zaragoza esperando que alguien nos ofrezca tomarnos un gintónic en una terraza. Pero seguimos adelante porque apretar los dientes con fuerza nos permite marcar el ritmo en el baile. Estos días he estado escuchando canciones que me recuerdan a Sergio, canciones de labios muy rojos, de gafas de sol y vermut con sifón: la primera versión de Xavi de Peret con unos bajos que años después copiarían los Stone Roses. También aquello de "más violines, más violines", como disco imposible en el que Scott Walker graba, con arreglos de Burt Bacharach, en español la Puerta del Amor en la versión de Nino Bravo. Cuando David Byrne se atiborraba de sonidos latinos, Sergio llevaba tiempo tocando con una banda que se llamaba Muy Poca Gente y con los que hacía en directo una versión de Os Mutantes, una mezcla de pop anglosajón, psicodelia y raíces brasileñas: El Justiciero. Buceando entre joyas escondidas de los sesenta españoles, Sergio seguía las huellas de Fernando Arbex para amar a Juan Pardo, pero eligió Nada me importa de Los Módulos para que sirviera de resumen de su vida. Salvó en su inmenso corazón canciones de trepanación y monos pero acabó reverenciando a Germán Coppini, elegiendo como el tema perfecto Escenas olvidadas de Golpes Bajos. Cuentan las esquinas que Algora cantaban en francés porque sabía que le iba a tocar escribirle letras a Gainsbourg en el cielo, así que, todas las noches, antes de la hora del champán, enciendo mi tocadiscos y pincho Capri c'est fini de Herve Vilard.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 27 de julio de 2013
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