En un país de tradición católica la fe es lo último que se pierde y lo único que parece que queda cuando las cosas aprietan. Fe en la resurrección liguera del Madrid de Mourinho, del Zaragoza de Jiménez, fe en el reverso tenebroso de la Fuerza, fe en que la próxima reforma educativa sea la definitiva, en las Navidades y en el Hanuka, fe en el gran Purito Rodríguez ganando el Giro de Lombardía bajo la lluvia, fe en que la próxima película de Woody Allen no salga Penélope Cruz (de verdad, no sé qué hemos hecho para sufrir semejante despropósito). Un hermoso país de arribistas y meapilas, futboleros y vagos, genios y salvapatrias. Crédulos los catalanes ante el paraíso de miel y butifarra en el que se convertirán sus vidas con la llegada de la independencia, incauto el Gobierno español esperando la recuperación mientras ahoga el consumo con una de las políticas económicas más incomprensibles de la historia reciente. Cándidos, también, los rebeldes de salón que rodearon el Congreso esperando que les abrieran las puertas del edificio, ansiosos por rodar un vídeo viral pero sin saber muy bien qué hacer si al final salía Rajoy con las llaves en la mano y diciendo: "el último que apague la luz". Ebrios de ilusiones atravesamos como podemos la semana esperando que lleguen el sábado y el domingo. No por ir a misa, claro, más bien porque, pase lo que pase, habrá que echar unas cervezas. Devotos siempre del vino y la cebada, que somos españoles, por favor. Además no queda nada para el “Apocalipsis maya” y los primeros en caer seremos los hijos de Pizarro (el conquistador, no el de Endesa). Qué país…
Columna aparecida el 4 de octubre de 2012 en el Heraldo de Aragón
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