A veces no hay que decir mucho más, esa palabra, "amiguito", cuando me veías y el abrazo de oso con el que me transmitías toda la vida que te sobraba y que terminó faltándote hace unos días. Suficiente, sin más. Alta madrugada en Zaragoza, tu Zaragoza, la que te apasionaba a pesar de tu existencia cosmopolita, así de eras tú, Félix, capaz de leer el manuscrito de algún aspirante a poeta maldito antes del que te hubiera enviado cualquier escritor de relumbrón ansioso de tu aprobación siempre sincera. No se me ocurre una mayor muestra de generosidad, de pasión desmedida por la literatura, por la vida. Escucho a Franco Battiato y después a La Costa Brava. El primero, con su fraseo extraño me evoca muchos mediodías en restaurantes italianos, los segundos, porque la marcha de Sergio, estremecedoramente paralela en muchos aspectos a la tuya, esconde la misma miseria que ha vuelto a nosotros. Caeré en el tópico, porque en la evidencia verbalizada se esconden siempre las grandes verdades: tu marcha ha dejado un hueco tan enorme que esta ciudad, esta región, este mundo, no va a poder recuperarse en mucho tiempo. Porque cuando alguien como Félix Romeo se ha ido la grieta en el corazón del universo es tan grande que parece un abismo. Porque una vez que amaine este dolor que ya nunca se calmará el silencio de tu ausencia será aterrador y los que nos quedamos no tendremos llanto suficiente como para romperlo. Dibujaste estas calles que ahora lucen de madrugada como un laberinto de belleza particular para cada uno de nosotros. Cada vez cruce por la Plaza San Francisco, camino de casa de mis padres, y pase frente a Hermanos Vidal o al lado de la terraza donde veíamos pasar junto a Daniel a las chicas, todo deberá detenerse un instante. Porque tu presencia será perenne, definitiva, porque con cada abrazo nos transmitías algo de ti. Y las buenas semillas siempre terminan por dar fruto. Te extrañaré, amiguito, mucho.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del jueves 13 de octubre de 2011
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