jueves, 25 de agosto de 2011

El bungalow de mis abuelos

Hasta ese verano mi madre siempre se había negado a pasar por delante del solar donde las obras languidecían desde hacía años. Allí, entre vigas inacabadas y cimientos abiertos al sol de Salou había estado el bungalow de sus padres. Me imagino a una jovencísima Carmen volviendo una noche cualquiera de un agosto cualquiera de los sesenta con la sonrisa iluminada y eterna (la misma que sigue curando cualquiera de mis males) después de haber conocido al Dúo Dinámico en una discoteca. Me imagino también a mis padres festejando en el paseo marítimo, a la altura de la estatua de Jaime I. Recuerdo también mis largas tardes allí, jugando con indios de plástico que se mezclaban en un diorama imposible con figuras mal esbozadas de soldados británicos, pegando junto a mi padre el cromo de Raúl Amarilla en el álbum de la Liga 86/87 y despegándolo después para llevarlo, enrabietado por su paso al Barcelona, a la sección de últimos fichajes. Y algunos años después, leyendo bajo el calor narcótico que se filtraba por el columpio, las aventuras de Bukowsky, en aquellas compactas ediciones de Anagrama que seguía compaginando con tebeos de la Patrulla-X. Mi padre, mi madre, yo mismo, cumpleañeros de agosto, en una sucesión de tartas y las noches de estrellas artificiales, con el rugido de los cercanos slammers, escuchando en silencio las conversaciones de los mayores. Los Tours de Perico, el sueño pesado acompañado de la radio deportiva. Después mis abuelos vendieron aquel chalet, yo hacía mucho que no me dejaba caer por la playa. Mi abuelo murió y mis padres, gente de costumbres como yo, empezaron a alquilar un apartamento en el camino entre el puerto y Vilafortuny, donde en los ochenta no había nada. El mes pasado, bien aprovisionado de tebeos y guías ciclistas (¿quién hubiera pensado que Contador nos iba a fallar?) volví de nuevo. Ana iba conduciendo y yo, mientras cambiaba los cedés, le desgranaba toda la mítica de los años dorados. La primera noche fuimos a cenar y a la salida del restaurante caminamos los cuatro hacia la manzana donde había estado el bungalow. Por fin llegamos a la intersección desde donde se podía ver el solar, ruinoso granito abandonado. Mi madre sostuvo la mirada unos segundos, luego se dio la vuelta y se alejó. Me adelanté unos pasos, le cogí la mano y se la apreté. Ella sonrió.

Cuento de verano aparecido en el Heraldo de Aragón del jueves 25 de Agosto de 2011

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