viernes, 12 de febrero de 2010

Crítica de Lugares Comunes (editorial Olifante) por Carmen Ruiz Fleta


¿Wim Wenders en el Parque Grande?

Y Batman encaramado a la Torre del Agua y zombies siguiendo la corriente del río Huerva y ángeles con sexo rescatando a las muchachas que se tuercen los tobillos en las zanjas. Alquimia luminosa y descarada, que para algo el poeta es también ingeniero químico. En Lugares Comunes, el último libro de Octavio Gómez Milián (Zaragoza, 1978), lo sobrenatural y lo obscenamente cotidiano conviven en un cómic poético, cargado de reflexión sobre la ciudad, la muerte y la amistad, que ha merecido el XXIV Premio de Poesía Santa Isabel de Portugal de la Diputación Provincial de Zaragoza y que (feliz idea) inaugura la colección Veruela de poesía de la editorial Olifante.

Lugares Comunes es, en primer lugar, un canto amoroso a la ciudad que el poeta habita con veneración. Zaragoza, dibujada como escenario mítico, como decorado devastado por las ambiciones personales y las decepciones, es aquí La Gota, el lugar propicio para que esa alquimia luminosa obtenga resultados. Octavio Gómez Milián toma en sus manos las fealdades, las inquinas, las miserias urbanas y las convierte en material lírico sin necesidad de disfrazarlas con halos simbólicos o inventadas trascendencias.

El resultado de esa sublimación de lo cotidiano es, en muchos de los poemas, pura ironía. Quizá el ejemplo más claro sea el texto dedicado a la Exposición Internacional de Zaragoza y que comienza así: “Santa Expo que habitas en todos nosotros/para susurrarnos qué debemos hacer/hasta que esto termine/(cada jueves, viernes, sábado y algún domingo)”. En otros ejemplos, en cambio, lo que provoca es desasosiego, “Mira esos tubos terribles,/los gases silenciosos/que destiñen el maquillaje/de los portales,/son como el humus violento/que trae el pan negro del alba”, o, directamente, compasión por nosotros mismos: “Los ángeles que viven en La Gota/los que pululan alrededor de la estatua de Poseidón,/en mitad del Parque Grande,/son muy parecidos a nosotros:/ todos tienen la tez apagada/y la boca fría de la desesperanza.”

El poeta observa, sobrevuela a los habitantes de estos “lugares comunes” y les deja actuar. Desde ese plano las cosas se ven con más perspectiva. Se puede contemplar con mayor precisión el mapa que desemboca en una ruptura sentimental, en un romance, en una amistad. El poeta pierde protagonismo porque se lo cede a las criaturas que observa, a los seres reales que pisamos las aceras de esta ciudad.

Lo que resulta complicado de entender, incluso vista desde arriba, es la muerte: “Supe que habíamos muerto/la noche que por la radio/pasaron tu mejor canción”. Es cuando la muerte deja de ser una metáfora cuando tiene sentido pensar que existen ángeles que velan por nosotros. Ángeles de abrigos negros que baten sus alas sobre nuestras cabezas y que, a veces, se enamoran.

Por eso Lugares Comunes, a pesar de las apariencias, es un libro que supura vida, porque en su retrato de la ciudad desolada, el poeta salva a aquellos seres que se asombran, que pelean, que se enamoran, que sufren, que se ponen en pie cada día. Y, claro, que mueren. Pero es que de morir solo se libran algunos superhéroes.

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