Estoy escribiendo una reseña sobre Los
idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez para la revista
Afiche. Me doy cuenta que el día de la presentación no pude contar todo lo que quería. Me doy cuenta de que sigo en un exorcismo continuado y prohibido. ¿Quién cerrará este círculo? El pleonasmo, el pleonasmo.
Cuando operaron a Sergio Algora pasó
semanas en una habitación de hospital. La peor abstinencia -puesto
que estaba lo suficientemente medicado- fue la sexual. Su amigo
Andrés Perruca le llevaba revistas de mujeres desnudas y artículos
ilegibles para provocarle. Sergio contaba que cuando la enfermera le
quitaba las grapas que mantenían su cuerpo unido el simple olor de
su perfume lejano le producía una erección. Dolorosa, como todo lo
que fuera sangre y carne. Y todo era sangre y carne en aquella época,
sangre y carne dolorida.
Sergio Algora murió a la misma edad
que su admirado Boris Vian. 39 años. Vian, tal y como me contó el
mismo Sergio un domingo que comíamos en su casa, falleció de un
infarto horas después de ver lo que él considerada una inefable
adaptación cinematográfica de su obra Escupiré sobre vuestras
tumbas. El corazón. El órgano de la sangre y la carne dolorida.
Sufrí el Sergio enfermo. El de las
latas de atún de madrugada y la cola del sintrom. Me levantaba, a
veces sin haber dormido más de una hora o dos, e iba a la fábrica.
Sergio se quedaba durmiendo y me decía que le llamara a mitad de
mañana, cuando parara para el almuerzo. Que entonces él se
despertaría, se ducharía y, sin lentillas, iría al hospital. No lo hizo nunca.
Sergio me prestó la única biografía
que existía en español sobre Boris Vian. Nunca pude devolvérsela.
También se dejó una chaqueta, una cazadora en casa. Había sido de
Andrés Perruca y la llevaba el día que le presentó su primer libro
a Aloma. Ana me hizo tirar aquella cazadora. No sé porqué le hice caso. El amor es más fuerte que el olvido. En casa dejaste olvidado también el manuscrito con la letra
de El hombre que perdió los papeles, una canción del último disco
de la Costa Brava. No sé si esto es un pleonasmo pero sí que es una casualidad de narices. Luego seguimos con las casualidades. Una más,
antes de que se me olvide. El día que murió Sergio me puse tan
nervioso que terminé en un centro comercial muy lejos de todo, en el
Actur. Me pasé la mañana comprándome pantalones para ir su
entierro. Carmen vino a buscarme con su coche. En una horrenda
librería clónica que había en la planta calle de aquel centro
comercial encontré, aquel mismo día, en la sección de poesía, un
ejemplar de Envolver en humo, el primer libro de Sergio, editado por
Manuel Martínez Forega, antes del crack de Panero que trajo Nacho
Vegas. El ejemplar estaba firmado.
La muerte del padre de Sergio, aquel
personaje pícaro que protagonizaba el Día del Cielo fue unos años después. Nuestros
padres, el abrazo protector y cómplice que ha sido nuestro mejor
combustible. El día que mi madre conoció a Sergio fue en su casa.
En casa de mis padres. Habíamos estado comiendo y Sergio quería
imprimir sus nuevos poemas. Había ganado un premio con ellos. No
teníamos impresora. Ninguno de los dos. Mi madre sí, claro. La
independencia se paga. Otra vez tenía que ir al programa de
Borradores. Se nos hizo tarde. Le propuse coger el autobús. Un
hombre de tren y taxi. La independencia se paga. Todos tenemos vicios
adquiridos, de nuevos ricos, de antiguos pobres. Yo compartía uno
con Sergio, usar coche con chófer femenino. Lo he tenido que
abandonar con el tiempo. La independencia se paga.
Había estado en pocos funerales antes
que el tuyo. La pérdida de la inocencia no la suministra el sexo ni
la droga, la pérdida de la inocencia la trae la muerte. Y toda la vida habla de la muerte. La muerte
nos sorprende siempre. Es inoportuna. Llega a la casa sin haber sido
invitada y cuando se marcha no hay nadie capaz de acabarse las copas,
tan calientes y sin hielo. ¿Cómo me voy a morir me decías? Ahora
podría morirme, delante de ti, como un pajarico. Llevabas las
piernas hinchadas y el vaso de vino estaba vacío.
Unos días antes de la presentación
recuperé unas fotos que nos hicieron en la Plaza Santa Cruz. No hay
muchas fotos de Sergio. Una mezcla de desdén tecnológico y
oficialidad pop. Sergio era de la nobleza y solo tenía fotos
oficiales. Me gusta recuperar esas fotos, en una terraza, después de
comer. Más allá del Bacharach y de la fiesta interminable. Los dos vestimos igual: unos pantalones
demasiado anchos con los bajos rotos y sucios. Calzado mestizo, ni
zapatilla ni zapato. Hay momentos en los que reímos y otros en los
que bebemos champán tibio. Ya no está Sergio ni está el restaurante
donde comimos aquella tarde. El Portolés se llamaba.
Tampoco está el alcalde que se
convirtió en personaje involuntario de las columnas de Sergio en el
Heraldo. El Heraldo y su manual de estilo para cómo se sobrevivir a una guerra. Hay gente que nos bajamos
del barco y otros siguen que subidos mientras escupen el agua que les
entra por el culo.
Quería hablar el día de la
presentación de Gainsbourg, pero no me dejaron. Se hacía tarde, me
estaba pasando de tiempo. Antón Castro le preguntaba a su hija:
¿Quería ser Sergio Gainsbourg? Yo no quise leer la respuesta. Yo
sabía la respuesta. El tenía miedo de convertirse en Gainsbourg.
Guardo el recuerdo de una confesión a ese respecto que creo
demasiado íntima para cualquier vía pública, si le interesa a
alguien que pregunte.
La precisión paranormal con la que
describe la muerte en sus poemas, sus amigos (Richi, Jesús, Aloma y
yo mismo por ahora) con los que contactó en sueños después de
muerto. Las botellas lanzadas al mar de la red (y vacías, en todo lo
virtual), contenían el manuscrito Algora, el que hablaba del segundo
Sitio de la ciudad. Y que sobrevive en distintas versiones en
distintas manos.
Hay más casualidades. Como que Javier
Corcobado recuperara en su repertorio solista su versión de
Getsemaní de Jesucristo Superstar la última vez que tocó en Zaragoza.
El dolor llega al terminar las
historias. Por eso nunca nos detenemos. No hay yodo ni arnica en
ninguno de los finales que usemos o que intentemos. Ana me dice que
detenga la riada, como si hubiera diques suficientemente resistentes.
Son como chispazos en la memoria que lo desbordan todo. Imagino que
tiene que ver con el alejamiento emocional de mi ciudad. Y también
físico, no seamos estúpidos. Hay sitios que solo conocí gracias a
Sergio, sitios donde la barra todavía tiene una huella de su codo,
de su torso inclinado en busca de un trozo de bacalao rebozado. Tan
sencillo como eso. La mejor de las prosas atrapada por la grasa, entre los dedos.