sábado, 29 de octubre de 2016

El ocho (un texto para Conexión matemática)



Elijo el ocho porque es tierra de nadie. A veces pienso que sería más feliz con ocho dedos. ¿Con cuál de todos no me quedaría? ¿Qué parte comerías? ¿Qué parte elegirías? Bajo el musgo viven las setas. Bajo las setas viven caracoles. El ocho dividido por el cuatro y el cuatro a su vez por el dos. El dos nunca está solo. Por eso miramos el cielo esperando dos soles y se termina haciendo de noche. Así podemos volver a respirar. Ya no está sola la luna. Dos lunas de tarde como el poema de Federico García Lorca. Pero he elegido el ocho y elijo la suma: elijo tres y cinco. Y ya tengo dos números primos. Y elijo el uno y el siete y dudo, ¿le presto un jersey al uno? Hace frío y está lejos de su casa. Y solo, el uno siempre está solo. Aun cuando me falte un dedo en cada mano seguirán estando los dos unos solos. Bajo la tierra hay una raíz que crece y se convierte en tallo, el tallo tiene cuatro ramas y en cada rama hay dos hojas. Son ocho de color verde y el caracol solo sobre el terruño gris sube por encima de las cuatro setas y espera que los tres buitres no traigan hambre atrasada. Qué triste es el ocho cuando se parte en dos de pena y no hay nada que lo una. Qué lindo es el ocho cuando se tumba y sueña un sueño infinito.  

sábado, 20 de agosto de 2016

La vida en la frontera: un relato para el verano

Relato aparecido en el Heraldo de Aragón de jueves 18 de agosto (fotos de Ana Lacarta)

¿Dónde se bifurca la vida? En el límite, en la frontera. Busco mi primera parada: la Ermita de la Raya; límite entre Castilla y Aragón. En su pila bautismal el bautizado adquiría la doble condición de castellano y aragonés. Sigo con el dedo la línea sobre el mapa y como un mirón contemplo el beso de Aragón con Castilla que entra y sale de ella como un meandro, como la desembocadura de un océano antiguo, un continente añejo. 


Ermita y castillo de la Raya (Pozuel de Ariza)

La tierra es roja y el aire sabe a polvo en la frontera, como si todas las vías muertas, de noche y a traición, invocaran a los antiguos trenes para que levantaran falso testimonio. El único superviviente va desde Zaragoza hasta Arcos de Jalón. Los pueblos se cierran sobre los vagones con el hambre antigua de los apeaderos fantasmas. Vivir en la frontera es buscar el final de los kilómetros, ver cómo los autobuses de línea desaparecen. 


Vía muerta (Pozuel de Ariza)


En Ateca se respira el cacao y las muchachas guardan en su armario los vestidos de sibilas. En la frontera todavía hay huellas de la antigua Nacional que atraviesa los pueblos. Cuentan que los camiones pasaban tan deprisa por las calles estrellas que a veces arrancaban trozos de los balcones. La vida en la frontera no espera. 


Chocolates Hueso (Ateca)
Conjunto urbano (Ateca)

Desde Ateca en dirección al pantano de la Tranquera. Los árboles se cierran sobre los lindes de la carretera y dejamos a la izquierda Carenas; el camino es estrecho y mareante hasta que se abre a la luz del agua estancada de la Tranquera. Nuévalos abraza al visitante con cariño y el Monasterio de Piedra es uno de los lugares telúricos donde se entrecruzan fe y lo pagano. Seguimos subiendo, los pueblos en la frontera están siempre cerca de los cauces. Superviviente de la ribera, Aragón aquí sabe a congrio seco y garbanzos y sonlas manos secas y ajadas de los que trabajaban la soga y el cereal las que sobreviven. Miles de girasoles, como testigos mudos, estatuillas sin ojos que siguen con su mirada imposible al viajero. En Nuévalos hay un silo en la entrada del pueblo. Alguien ha escrito "sala de arte" sobre el recuerdo del Servicio Nacional de Trigo. Seguimos avanzando y dejamos a la derecha el Hotel Las Truchas, cuentan que en los setenta Peret se dejaba caer por aquí y las juergas todavía se recuerdan. El vergel de la ribera se extingue mientras subimos y subimos.




Campillo

Más de mil metros sobre el nivel del mar en la frontera. Paisaje lunar que anuncia que llegamos a Campillo, el último pueblo antes de Guadalajara. Campillo es un pueblo de calles estrechas y empinadas y el calor de su mediodía es solo una tregua que anuncia la llegada de la noche, siempre hambrienta y heladora. En Campillo hay dos iglesias y en la más alta cuentan que se guarda una Sábana Santa, una síndone menor. No se puede distinguir Aragón de Castilla, ni en el primer paisaje ni en la gente que espera el final, la entropía de la juventud que desaparece. El único chico del pueblo cuando baja al instituto de Ateca lo llaman Campillo. Campillo, el chaval, es el último que queda en el pueblo. No se puede decir que has vivido Aragón entero si no conoces la frontera. Uno no sabe si los días aquí son una condena o una bendición.



jueves, 5 de mayo de 2016

Interino 17: La independencia se paga

Estoy escribiendo una reseña sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez para la revista Afiche. Me doy cuenta que el día de la presentación no pude contar todo lo que quería. Me doy cuenta de que sigo en un exorcismo continuado y prohibido. ¿Quién cerrará este círculo? El pleonasmo, el pleonasmo. 

Cuando operaron a Sergio Algora pasó semanas en una habitación de hospital. La peor abstinencia -puesto que estaba lo suficientemente medicado- fue la sexual. Su amigo Andrés Perruca le llevaba revistas de mujeres desnudas y artículos ilegibles para provocarle. Sergio contaba que cuando la enfermera le quitaba las grapas que mantenían su cuerpo unido el simple olor de su perfume lejano le producía una erección. Dolorosa, como todo lo que fuera sangre y carne. Y todo era sangre y carne en aquella época, sangre y carne dolorida.

Sergio Algora murió a la misma edad que su admirado Boris Vian. 39 años. Vian, tal y como me contó el mismo Sergio un domingo que comíamos en su casa, falleció de un infarto horas después de ver lo que él considerada una inefable adaptación cinematográfica de su obra Escupiré sobre vuestras tumbas. El corazón. El órgano de la sangre y la carne dolorida.

Sufrí el Sergio enfermo. El de las latas de atún de madrugada y la cola del sintrom. Me levantaba, a veces sin haber dormido más de una hora o dos, e iba a la fábrica. Sergio se quedaba durmiendo y me decía que le llamara a mitad de mañana, cuando parara para el almuerzo. Que entonces él se despertaría, se ducharía y, sin lentillas, iría al hospital. No lo hizo nunca. 

Sergio me prestó la única biografía que existía en español sobre Boris Vian. Nunca pude devolvérsela. También se dejó una chaqueta, una cazadora en casa. Había sido de Andrés Perruca y la llevaba el día que le presentó su primer libro a Aloma. Ana me hizo tirar aquella cazadora. No sé porqué le hice caso. El amor es más fuerte que el olvido. En casa dejaste olvidado también el manuscrito con la letra de El hombre que perdió los papeles, una canción del último disco de la Costa Brava. No sé si esto es un pleonasmo pero sí que es una casualidad de narices. Luego seguimos con las casualidades. Una más, antes de que se me olvide. El día que murió Sergio me puse tan nervioso que terminé en un centro comercial muy lejos de todo, en el Actur. Me pasé la mañana comprándome pantalones para ir su entierro. Carmen vino a buscarme con su coche. En una horrenda librería clónica que había en la planta calle de aquel centro comercial encontré, aquel mismo día, en la sección de poesía, un ejemplar de Envolver en humo, el primer libro de Sergio, editado por Manuel Martínez Forega, antes del crack de Panero que trajo Nacho Vegas. El ejemplar estaba firmado. 

La muerte del padre de Sergio, aquel personaje pícaro que protagonizaba el Día del Cielo fue unos años después. Nuestros padres, el abrazo protector y cómplice que ha sido nuestro mejor combustible. El día que mi madre conoció a Sergio fue en su casa. En casa de mis padres. Habíamos estado comiendo y Sergio quería imprimir sus nuevos poemas. Había ganado un premio con ellos. No teníamos impresora. Ninguno de los dos. Mi madre sí, claro. La independencia se paga. Otra vez tenía que ir al programa de Borradores. Se nos hizo tarde. Le propuse coger el autobús. Un hombre de tren y taxi. La independencia se paga. Todos tenemos vicios adquiridos, de nuevos ricos, de antiguos pobres. Yo compartía uno con Sergio, usar coche con chófer femenino. Lo he tenido que abandonar con el tiempo. La independencia se paga.


Había estado en pocos funerales antes que el tuyo. La pérdida de la inocencia no la suministra el sexo ni la droga, la pérdida de la inocencia la trae la muerte. Y toda la vida habla de la muerte. La muerte nos sorprende siempre. Es inoportuna. Llega a la casa sin haber sido invitada y cuando se marcha no hay nadie capaz de acabarse las copas, tan calientes y sin hielo. ¿Cómo me voy a morir me decías? Ahora podría morirme, delante de ti, como un pajarico. Llevabas las piernas hinchadas y el vaso de vino estaba vacío.

Unos días antes de la presentación recuperé unas fotos que nos hicieron en la Plaza Santa Cruz. No hay muchas fotos de Sergio. Una mezcla de desdén tecnológico y oficialidad pop. Sergio era de la nobleza y solo tenía fotos oficiales. Me gusta recuperar esas fotos, en una terraza, después de comer. Más allá del Bacharach y de la fiesta interminable. Los dos vestimos igual: unos pantalones demasiado anchos con los bajos rotos y sucios. Calzado mestizo, ni zapatilla ni zapato. Hay momentos en los que reímos y otros en los que bebemos champán tibio. Ya no está Sergio ni está el restaurante donde comimos aquella tarde. El Portolés se llamaba. 

Tampoco está el alcalde que se convirtió en personaje involuntario de las columnas de Sergio en el Heraldo. El Heraldo y su manual de estilo para cómo se sobrevivir a una guerra. Hay gente que nos bajamos del barco y otros siguen que subidos mientras escupen el agua que les entra por el culo.

Quería hablar el día de la presentación de Gainsbourg, pero no me dejaron. Se hacía tarde, me estaba pasando de tiempo. Antón Castro le preguntaba a su hija: ¿Quería ser Sergio Gainsbourg? Yo no quise leer la respuesta. Yo sabía la respuesta. El tenía miedo de convertirse en Gainsbourg. Guardo el recuerdo de una confesión a ese respecto que creo demasiado íntima para cualquier vía pública, si le interesa a alguien que pregunte.

La precisión paranormal con la que describe la muerte en sus poemas, sus amigos (Richi, Jesús, Aloma y yo mismo por ahora) con los que contactó en sueños después de muerto. Las botellas lanzadas al mar de la red (y vacías, en todo lo virtual), contenían el manuscrito Algora, el que hablaba del segundo Sitio de la ciudad. Y que sobrevive en distintas versiones en distintas manos.

Hay más casualidades. Como que Javier Corcobado recuperara en su repertorio solista su versión de Getsemaní de Jesucristo Superstar la última vez que tocó en Zaragoza. 

El dolor llega al terminar las historias. Por eso nunca nos detenemos. No hay yodo ni arnica en ninguno de los finales que usemos o que intentemos. Ana me dice que detenga la riada, como si hubiera diques suficientemente resistentes. Son como chispazos en la memoria que lo desbordan todo. Imagino que tiene que ver con el alejamiento emocional de mi ciudad. Y también físico, no seamos estúpidos. Hay sitios que solo conocí gracias a Sergio, sitios donde la barra todavía tiene una huella de su codo, de su torso inclinado en busca de un trozo de bacalao rebozado. Tan sencillo como eso. La mejor de las prosas atrapada por la grasa, entre los dedos. 

martes, 29 de marzo de 2016

Ismael Grasa: Una ilusión (yo confieso)

El próximo viernes se presenta el nuevo libro de Ismael Grasa, Una ilusión. Será en la librería Portadores de Sueños

El autor conversará con Ignacio Martínez de Pisón el viernes 1 de abril a las 20h en Los portadores de sueños (C/Blancas, 4 - Zaragoza).




Una ilusión es un libro definitivo. Es un libro de corazón abierto. Sin desbocarse, con la sutileza de Ismael, con la paciencia del guiso. Quería llamar a este texto El hombre tranquilo o también la Distancia breve, pero al final, lo llamaré Yo confieso:

Estaba en Huesca con una ex-novia. Periferias 2004. He contado mil veces la historia. Seguíamos con la época de los fanzines. Leopoldo María Panero, vino, patatas y mejillones. Yo no entendía nada. Víctor Coyote estuvo a punto de pegarme en el camerino. Había estado viendo la exposición sobre el Tránsito que había comisionado Ismael Grasa. Me pareció algo increíble. Estoy seguro que lamenté no haber estado en aquella época siendo un punk rocker enamorado viendo a los Mestizos. Ahora lamento no volver a aquella época en la que entrevisté a Servando Carballar en calzoncillos. Es bueno no conformarse con casi nada. Siempre que pienso en Ramón Acín, en Huesca, me imagino una conversación imposible entre Acín, Javier Aquilué e Ismael en La Zarza y no sé quién tendría mejor carcajada.


Unos años antes habíamos estado en casa de Ismael y Eva. Yo iba a tener una novia distinta unos meses más tarde. Un poco gracias a ellos. Comimos pasta y estaba muy picante. El vino venía muy bien. La casa era muy luminosa y estaba en una calle en la que nunca había estado. Ismael me regaló un número del fanzine “La piel de la badana” y unos años después los dos tomos de “La vida en un puño”, la biografía de Perico Fernández que escribió Mariano Gistaín y José Antonio Ciria. Lo he contado otras mil veces pero no siempre encuentro tiempo y ganas para sentarme y darle a las teclas: en la portada de Flamingos, el disco de Bunbury del año 2002 aparece el campeón del mundo animando a Enrique, que lleva el calzón de Escriche. En ese disco magnífico hay un tema San Cosme y San Damián. La letra dice: “como un verano que pasó/ que empiezo a echar de menos
como una cucharada de sal /que se disuelve en zigzag /en el mar” Bunbury hablaba de la muerte de su hermano. En Una ilusión Ismael habla del viaje que hizo con Félix Romeo a la ermita de San Cosme y San Samián, cerca de Barbastro, en la Hoya de Huesca. Allí dos hermanos quedarán atrapados para siempre entre “las anchas alamedas/los puertos de ultramar,/las perseidas en el cielo
de la noche elemental/.Como una canción de Bunbury, como en una canción de Berrio. Hay sangre que va más allá de la sangre. Hay hermanos que van más allá de la carne y del ADN.


Una noche de diciembre de 2008 Ismael y yo íbamos en un coche descendiendo desde Monzón hasta Zaragoza. Era un sábado o un viernes. Por aquella época tenía muchos asuntos pendientes cada noche de fin de semana. Ismael había cumplido ya los cuarenta años. Yo estrenaba con gusto los treinta. Pasamos por Almudévar y hablamos de la trenza y de las discotecas de música electrónica. Todas las historias que había oído de Ismael en China retumbaban en mi cabeza. No me atreví a preguntarle nada. Así que ahora que lo leo en Una ilusión me quedo más tranquilo. Busco en internet e imagino que hicimos Almudévar, Gurrea de Gállego, Zuera y Villanueva de Gállego. Según el mapa son 140 km de noche, hora y media larga. Supongo que nunca he estado tan cerca de ser un personaje de un cuento de Ismael como aquella noche.


Cuando Ismael presentó El jardín llovía un poco. Parecía que había vuelto a escribir con regularidad después de la muerte de Félix. Llegué a tiempo para mojarme un poco, desde casa de mis padres, un autobús, dos autobuses, tres autobuses. Detrás de Ismael había un estante con sus libros antiguos. Compré De Madrid al cielo. Quería que me dedicara El jardín a Ana y el de Madrid a Ana. Lo hizo al revés. Acertó, como casi siempre. Sigo leyendo el libro porque el chico flaco que sale en la fotografía se lo hubiera pasado muy bien con Luis y conmigo en el limbo atemporal en el que ninguno hubiéramos cumplido treinta años. Yo creo que ambos, Luis y yo, hubiéramos sido buenos escuderos de aquel Ismael Grasa. Así que cada vez que lo hacemos reír me emociono.

El 2 de diciembre de 2015 Ismael Grasa caminaba por Ateca, observaba la fábrica de Hueso y el lugar donde se encuentran el Manubles con el Jalón. En el libro hay un capítulo en el que habla de balnearios. Algunos de ellos están muy cerca. El que está en Alhama de Aragón. Nunca había pensado que podría haber material para un mitómano en un balneario. Nada teniendo en cuenta que a pocos kilómetros de Alhama está Carenas, el pueblo donde nació Manolo Kabezabolo y a otros pocos kilómetros está Jaraba, donde nació Santi Ric. En Jaraba también estuvo Ismael.

Diez años antes, en el 2005, escribí un poema que se llamaba Ismael y Eva. Había una cita de esas que no se esconden. Porque Ismael es poeta de cabecera de los que seguimos buscando: “Esa ocasión en la que me iba arrimar a ti/y el resto de las veces en que tampoco lo hice/y el considerar más adelante, sin falsas sorpresas/que nunca hay cuerpos suficientes/que compensen/un abrazo no dado en el momento”. Eva estaba en la biblioteca de Ateca dando una charla. Hablaba de Ropa tendida, su primer libro de relatos. En él hay un pasaje que me ha mantenido en vilo muchos años. La protagonista tiene que ir a recoger las llaves de un piso de protección oficial en un acto institucional y su novio se niega a acompañarla. Está tan bien escrito que cuando mi suegra leyó el libro coincidió conmigo en que esas páginas, las de esa historia, tenían algo. Unos meses más tarde, unos años en realidad, Ismael nos desvela que era él quien se quedó fuera.


Comienzo del año 2016: Rofolfo Notivol y yo, con abrigos largos negros, paseamos una mañana de sábado por el barrio de Las Fuentes, parecemos dos detectives furiosos esperando que llegue la hora que la prudencia marca como disparadero para un trago. Mientras tanto recorremos calles que nadie recuerda y acabamos llegando al Silos. Rodolfo me cuenta que estudió allí. Me cuenta muchas cosas. Seguimos buscando calles que hay que volver a descubrir. Historias de incendios terribles y formaciones ridículas. Me habla de un artículo que escribió Ismael de aquella zona. Unas semanas más tarde me entero de que uno de mis alumnos más problemáticos se ha marchado a Zaragoza con su madre y lo han matriculado en el Silos La máquina devora. Voy a ver a mi madre. Mi padre me cuenta que fue con un viejo amigo, maestro nacional como él, a ver jugar a la selección juvenil aragonesa en el campo que había detrás del Silos. Glaría-así se llamaba su amigo-lo convenció diciéndole que había un chaval que jugaba fetén. Era Víctor Muñoz. Yo vi con mi padre el último partido en activo del pulmón aragonés: Promoción Zaragoza-Murcia, 90-91, 5-2. Lo recuerdo como si fuera ayer. El comienzo del mito Poyet. Fuck da Maneiro. En el libro habla de sus viajes en tren y en autobús con José Luis Cano recorriendo los destinos de veraneo de los aragoneses. Artículos que no sé dónde estarán. Seguramente no estará el que hablaba de las Fuentes, porque Las Fuentes no es destino más que para un par de sabuesos desbocados en busca de exorcismo.