Le comentaba el otro día un amigo de mi edad: ¿te acuerdas cuando nos
 disfrazábamos de fantasmas e íbamos de casa en casa a pedir caramelos y
 decir eso de “truco o trato”? ¿No? Yo tampoco. No soy uno de esos que 
se encastilla frente a la influencia anglosajona, hace años que abandoné
 el  pantalón de pinzas por los vaqueros y si no acudo a un restaurante 
de algún franquiciado de comida rápida es sobre todo por una cuestión de
 acidez endémica. Es más, me hubiera encantado vestirme como el cantante
 de Bauhaus y acudir a alguna de esas míticas fiestas de Halloween que 
se montaban a mediados de los ochenta en la sala M-Tro de Zaragoza con 
bandas como Los Muertos o los Días de Pearly Spencer. Pero creo que un 
frente común contra este animismo de serie B, caramelos de marca blanca y
 máscaras de plástico barato podría unir a las dos facciones de esta 
España agrietada: los que coreaban el “Yankeesgohome” y los de la 
mantilla y la peineta. Pero parece imposible, y seguimos sometidos a 
esta pantomima de calabazas, brujas y vestidos de esqueleto. No sé si en
 el corazón “progre” pesa más la urticaria que provocan las 
celebraciones católicas que la resistencia frente a la invasiva cultura 
norteamericana. Pocas manifestaciones de folklore y tradición hay más 
emocionantes que recordar a los que se han marchado, así que yo digo sí a
 a las calderas de Pedro Botero, a las Leyendas de Bécquer, a las 
historias de ánimas frente al hogar, a las botellas de agua caliente 
bajo las mantas. Di sí a la luz del candil de aceite amenazado por el 
viento frío del norte, di sí al viejo vinilo de Golpes Bajos desde el 
que se eleva la voz lúgubre de Germán Coppini para cantar aquello de: 
“Sigo la procesión/con un hacha de cera/soy una parte de ellos/que 
aterroriza la aldea”. 
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 1 de noviembre de 2012 
 
