El lunes conocí a Perico Fernández. El lugar y las circunstancias son lo de menos. Cuando me dijeron que Perico Fernández estaba en la sala de al lado me levanté de la mesa y me acerqué hasta él temblando, nervioso, casi me costaba hablar, como la noche que conocí a Luis Alberto de Cuenca —no quiero imaginar cómo reaccionará mi organismo si en septiembre puedo saludar a Leonard Cohen. Me firmó con toda la amabilidad del mundo un autógrafo y se hizo un puñado de fotos conmigo; después me mostró su colección de lienzos y había alguna estampa taurina que si anduviera mejor de plata se la hubiera comprado. Para mí Perico Fernández es un icono de la postmodernidad, es la esencia de esta Zaragoza veraniega, de mañanas estiradas por la pereza y persianas bajadas para huir del lametazo del calor. En estos días de vacaciones, sin más perspectivas que el capricho de una siesta del carnero o la relajación del segundo cubata, uno acaba con la sensación de llevar demasiados meses viviendo de copiar en los exámenes a los tipos equivocados. La semana pasada estuve en una tertulia televisiva en la que uno de los participantes trató, por dos veces, de convencerme del carácter postmoderno de Marcelino Iglesias y de su naturaleza de referente para todos los aragoneses. En la teoría, claro, pero en teoría, como dice Nacho Vegas vía Homero Simpson, hasta el comunismo funciona. Al final uno asume que es casi imposible encontrar las respuestas correctas si hace mucho que olvidamos las preguntas, así que, como dice Susana, mi objetivo debe ser intentarlo una y otra vez y esperar a que las canciones hagan el resto. Perico Fernández es parte de mi panteón particular porque su vida es capaz de hacerme soñar; es lo único que le pedimos a los mitos los del club de fans de John Boy.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 12 de Agosto