Durante mucho tiempo viví sin televisión en mi casa. Desconecté la antena y decidí entregarme a una vida profundamente gafapástica de películas de nouvelle vague y complejos mediometrajes de arte y ensayo, de esos en los que largos planos de lánguidos atardeceres en una playa se combinan con subtítulos de alto contenido lírico. Fueron unos años duros, pero hoy, retomado mi contacto con el medio catódico, no puedo por menos que celebrar la multitud de canales que la emisión digital nos ha proporcionado. Y es que hace unos días, volví a la Biblioteca de Doctor Cerrada —tenía una larga multa por retraso— y me llevé un tebeo de Batman y un libro de Jiménez Losantos en el que Federico contaba en primera persona los pormenores del “Antenicidio”—o cómo una cadena de radio se saltó a la torera todas las leyes de la competencia, con la aquiescencia gubernamental—...uno era joven y no entendía cómo de la noche a la mañana Javier Ares ya no retransmitía el Tour de Francia y sólo se oía música clásica en el 92.0 del dial. Luego llegó la delirante conversión del canal de pago a televisión abierta y una serie de sonrojantes maniobras propias del señor Burns en la época previa a la ley anti-trust. Hoy tenemos siete horas diarias de Sálvame—aunque la ministra González-Sinde, tratando de ser postmoderna, no se ha dado cuenta de que las tendencias sólo pueden ser consideradas así si resultan efímeras— para mayor gloria de la Esteban. La verdadera libertad de expresión está en la multiplicidad de opiniones, sin cortapisas políticas o autocensura. No hay que tener miedo a Intereconomía, ni a las distintas mutaciones de El Mundo en el audiovisual, aplaudamos la originalidad de las cadenas locales, busquémosle un hueco a María Antonia Iglesias…Digamos sí a todo. Si no nos gusta, sólo hay que darle a un botón.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 22 de Abril de 2010