sábado, 20 de agosto de 2016

La vida en la frontera: un relato para el verano

Relato aparecido en el Heraldo de Aragón de jueves 18 de agosto (fotos de Ana Lacarta)

¿Dónde se bifurca la vida? En el límite, en la frontera. Busco mi primera parada: la Ermita de la Raya; límite entre Castilla y Aragón. En su pila bautismal el bautizado adquiría la doble condición de castellano y aragonés. Sigo con el dedo la línea sobre el mapa y como un mirón contemplo el beso de Aragón con Castilla que entra y sale de ella como un meandro, como la desembocadura de un océano antiguo, un continente añejo. 


Ermita y castillo de la Raya (Pozuel de Ariza)

La tierra es roja y el aire sabe a polvo en la frontera, como si todas las vías muertas, de noche y a traición, invocaran a los antiguos trenes para que levantaran falso testimonio. El único superviviente va desde Zaragoza hasta Arcos de Jalón. Los pueblos se cierran sobre los vagones con el hambre antigua de los apeaderos fantasmas. Vivir en la frontera es buscar el final de los kilómetros, ver cómo los autobuses de línea desaparecen. 


Vía muerta (Pozuel de Ariza)


En Ateca se respira el cacao y las muchachas guardan en su armario los vestidos de sibilas. En la frontera todavía hay huellas de la antigua Nacional que atraviesa los pueblos. Cuentan que los camiones pasaban tan deprisa por las calles estrellas que a veces arrancaban trozos de los balcones. La vida en la frontera no espera. 


Chocolates Hueso (Ateca)
Conjunto urbano (Ateca)

Desde Ateca en dirección al pantano de la Tranquera. Los árboles se cierran sobre los lindes de la carretera y dejamos a la izquierda Carenas; el camino es estrecho y mareante hasta que se abre a la luz del agua estancada de la Tranquera. Nuévalos abraza al visitante con cariño y el Monasterio de Piedra es uno de los lugares telúricos donde se entrecruzan fe y lo pagano. Seguimos subiendo, los pueblos en la frontera están siempre cerca de los cauces. Superviviente de la ribera, Aragón aquí sabe a congrio seco y garbanzos y sonlas manos secas y ajadas de los que trabajaban la soga y el cereal las que sobreviven. Miles de girasoles, como testigos mudos, estatuillas sin ojos que siguen con su mirada imposible al viajero. En Nuévalos hay un silo en la entrada del pueblo. Alguien ha escrito "sala de arte" sobre el recuerdo del Servicio Nacional de Trigo. Seguimos avanzando y dejamos a la derecha el Hotel Las Truchas, cuentan que en los setenta Peret se dejaba caer por aquí y las juergas todavía se recuerdan. El vergel de la ribera se extingue mientras subimos y subimos.




Campillo

Más de mil metros sobre el nivel del mar en la frontera. Paisaje lunar que anuncia que llegamos a Campillo, el último pueblo antes de Guadalajara. Campillo es un pueblo de calles estrechas y empinadas y el calor de su mediodía es solo una tregua que anuncia la llegada de la noche, siempre hambrienta y heladora. En Campillo hay dos iglesias y en la más alta cuentan que se guarda una Sábana Santa, una síndone menor. No se puede distinguir Aragón de Castilla, ni en el primer paisaje ni en la gente que espera el final, la entropía de la juventud que desaparece. El único chico del pueblo cuando baja al instituto de Ateca lo llaman Campillo. Campillo, el chaval, es el último que queda en el pueblo. No se puede decir que has vivido Aragón entero si no conoces la frontera. Uno no sabe si los días aquí son una condena o una bendición.