Elijo el ocho porque es tierra de
nadie. A veces pienso que sería más feliz con ocho dedos. ¿Con
cuál de todos no me quedaría? ¿Qué parte comerías? ¿Qué parte
elegirías? Bajo el musgo viven las setas. Bajo las setas viven
caracoles. El ocho dividido por el cuatro y el cuatro a su vez por el
dos. El dos nunca está solo. Por eso miramos el cielo esperando dos
soles y se termina haciendo de noche. Así podemos volver a respirar.
Ya no está sola la luna. Dos lunas de tarde como el poema de
Federico García Lorca. Pero he elegido el ocho y elijo la suma:
elijo tres y cinco. Y ya tengo dos números primos. Y elijo el uno y
el siete y dudo, ¿le presto un jersey al uno? Hace frío y está
lejos de su casa. Y solo, el uno siempre está solo. Aun cuando me
falte un dedo en cada mano seguirán estando los dos unos solos. Bajo
la tierra hay una raíz que crece y se convierte en tallo, el tallo
tiene cuatro ramas y en cada rama hay dos hojas. Son ocho de color
verde y el caracol solo sobre el terruño gris sube por encima de las
cuatro setas y espera que los tres buitres no traigan hambre
atrasada. Qué triste es el ocho cuando se parte en dos de pena y no
hay nada que lo una. Qué lindo es el ocho cuando se tumba y sueña
un sueño infinito.
sábado, 29 de octubre de 2016
jueves, 8 de septiembre de 2016
sábado, 20 de agosto de 2016
La vida en la frontera: un relato para el verano
Relato aparecido en el Heraldo de Aragón de jueves 18 de agosto (fotos de Ana Lacarta)
¿Dónde se bifurca la vida? En el
límite, en la frontera. Busco mi primera parada: la Ermita de la
Raya; límite entre Castilla y Aragón. En su pila bautismal el
bautizado adquiría la doble condición de castellano y aragonés.
Sigo con el dedo la línea sobre el mapa y como un mirón contemplo
el beso de Aragón con Castilla que entra y sale de ella como un
meandro, como la desembocadura de un océano antiguo, un continente
añejo.
Ermita y castillo de la Raya (Pozuel de Ariza)
La tierra es roja y el aire sabe a polvo en la frontera, como
si todas las vías muertas, de noche y a traición, invocaran a los
antiguos trenes para que levantaran falso testimonio. El único
superviviente va desde Zaragoza hasta Arcos de Jalón. Los pueblos se
cierran sobre los vagones con el hambre antigua de los apeaderos
fantasmas. Vivir en la frontera es buscar el final de los kilómetros,
ver cómo los autobuses de línea desaparecen.
Vía muerta (Pozuel de Ariza)
En Ateca se respira el
cacao y las muchachas guardan en su armario los vestidos de sibilas.
En la frontera todavía hay huellas de la antigua Nacional que
atraviesa los pueblos. Cuentan que los camiones pasaban tan deprisa
por las calles estrellas que a veces arrancaban trozos de los
balcones. La vida en la frontera no espera.
Chocolates Hueso (Ateca)
Conjunto urbano (Ateca)
Desde Ateca en dirección
al pantano de la Tranquera. Los árboles se cierran sobre los lindes
de la carretera y dejamos a la izquierda Carenas; el camino es
estrecho y mareante hasta que se abre a la luz del agua estancada de
la Tranquera. Nuévalos abraza al visitante con cariño y el
Monasterio de Piedra es uno de los lugares telúricos donde se
entrecruzan fe y lo pagano. Seguimos subiendo, los pueblos en la
frontera están siempre cerca de los cauces. Superviviente de la
ribera, Aragón aquí sabe a congrio seco y garbanzos y sonlas manos
secas y ajadas de los que trabajaban la soga y el cereal las que
sobreviven. Miles de girasoles, como testigos mudos, estatuillas sin
ojos que siguen con su mirada imposible al viajero. En Nuévalos hay
un silo en la entrada del pueblo. Alguien ha escrito "sala de
arte" sobre el recuerdo del Servicio Nacional de Trigo. Seguimos
avanzando y dejamos a la derecha el Hotel Las Truchas, cuentan que en
los setenta Peret se dejaba caer por aquí y las juergas todavía se
recuerdan. El vergel de la ribera se extingue mientras subimos y
subimos.
Campillo
Más de mil metros sobre el nivel del mar en la frontera.
Paisaje lunar que anuncia que llegamos a Campillo, el último pueblo
antes de Guadalajara. Campillo es un pueblo de calles estrechas y
empinadas y el calor de su mediodía es solo una tregua que anuncia
la llegada de la noche, siempre hambrienta y heladora. En Campillo
hay dos iglesias y en la más alta cuentan que se guarda una Sábana
Santa, una síndone menor. No se puede distinguir Aragón de
Castilla, ni en el primer paisaje ni en la gente que espera el final,
la entropía de la juventud que desaparece. El único chico del
pueblo cuando baja al instituto de Ateca lo llaman Campillo.
Campillo, el chaval, es el último que queda en el pueblo. No se
puede decir que has vivido Aragón entero si no conoces la frontera.
Uno no sabe si los días aquí son una condena o una bendición.
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jueves, 5 de mayo de 2016
Interino 17: La independencia se paga
Estoy escribiendo una reseña sobre Los
idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez para la revista
Afiche. Me doy cuenta que el día de la presentación no pude contar todo lo que quería. Me doy cuenta de que sigo en un exorcismo continuado y prohibido. ¿Quién cerrará este círculo? El pleonasmo, el pleonasmo.
Cuando operaron a Sergio Algora pasó
semanas en una habitación de hospital. La peor abstinencia -puesto
que estaba lo suficientemente medicado- fue la sexual. Su amigo
Andrés Perruca le llevaba revistas de mujeres desnudas y artículos
ilegibles para provocarle. Sergio contaba que cuando la enfermera le
quitaba las grapas que mantenían su cuerpo unido el simple olor de
su perfume lejano le producía una erección. Dolorosa, como todo lo
que fuera sangre y carne. Y todo era sangre y carne en aquella época,
sangre y carne dolorida.
Sergio Algora murió a la misma edad
que su admirado Boris Vian. 39 años. Vian, tal y como me contó el
mismo Sergio un domingo que comíamos en su casa, falleció de un
infarto horas después de ver lo que él considerada una inefable
adaptación cinematográfica de su obra Escupiré sobre vuestras
tumbas. El corazón. El órgano de la sangre y la carne dolorida.
Sufrí el Sergio enfermo. El de las
latas de atún de madrugada y la cola del sintrom. Me levantaba, a
veces sin haber dormido más de una hora o dos, e iba a la fábrica.
Sergio se quedaba durmiendo y me decía que le llamara a mitad de
mañana, cuando parara para el almuerzo. Que entonces él se
despertaría, se ducharía y, sin lentillas, iría al hospital. No lo hizo nunca.
Sergio me prestó la única biografía
que existía en español sobre Boris Vian. Nunca pude devolvérsela.
También se dejó una chaqueta, una cazadora en casa. Había sido de
Andrés Perruca y la llevaba el día que le presentó su primer libro
a Aloma. Ana me hizo tirar aquella cazadora. No sé porqué le hice caso. El amor es más fuerte que el olvido. En casa dejaste olvidado también el manuscrito con la letra
de El hombre que perdió los papeles, una canción del último disco
de la Costa Brava. No sé si esto es un pleonasmo pero sí que es una casualidad de narices. Luego seguimos con las casualidades. Una más,
antes de que se me olvide. El día que murió Sergio me puse tan
nervioso que terminé en un centro comercial muy lejos de todo, en el
Actur. Me pasé la mañana comprándome pantalones para ir su
entierro. Carmen vino a buscarme con su coche. En una horrenda
librería clónica que había en la planta calle de aquel centro
comercial encontré, aquel mismo día, en la sección de poesía, un
ejemplar de Envolver en humo, el primer libro de Sergio, editado por
Manuel Martínez Forega, antes del crack de Panero que trajo Nacho
Vegas. El ejemplar estaba firmado.
La muerte del padre de Sergio, aquel
personaje pícaro que protagonizaba el Día del Cielo fue unos años después. Nuestros
padres, el abrazo protector y cómplice que ha sido nuestro mejor
combustible. El día que mi madre conoció a Sergio fue en su casa.
En casa de mis padres. Habíamos estado comiendo y Sergio quería
imprimir sus nuevos poemas. Había ganado un premio con ellos. No
teníamos impresora. Ninguno de los dos. Mi madre sí, claro. La
independencia se paga. Otra vez tenía que ir al programa de
Borradores. Se nos hizo tarde. Le propuse coger el autobús. Un
hombre de tren y taxi. La independencia se paga. Todos tenemos vicios
adquiridos, de nuevos ricos, de antiguos pobres. Yo compartía uno
con Sergio, usar coche con chófer femenino. Lo he tenido que
abandonar con el tiempo. La independencia se paga.
Había estado en pocos funerales antes
que el tuyo. La pérdida de la inocencia no la suministra el sexo ni
la droga, la pérdida de la inocencia la trae la muerte. Y toda la vida habla de la muerte. La muerte
nos sorprende siempre. Es inoportuna. Llega a la casa sin haber sido
invitada y cuando se marcha no hay nadie capaz de acabarse las copas,
tan calientes y sin hielo. ¿Cómo me voy a morir me decías? Ahora
podría morirme, delante de ti, como un pajarico. Llevabas las
piernas hinchadas y el vaso de vino estaba vacío.
Unos días antes de la presentación
recuperé unas fotos que nos hicieron en la Plaza Santa Cruz. No hay
muchas fotos de Sergio. Una mezcla de desdén tecnológico y
oficialidad pop. Sergio era de la nobleza y solo tenía fotos
oficiales. Me gusta recuperar esas fotos, en una terraza, después de
comer. Más allá del Bacharach y de la fiesta interminable. Los dos vestimos igual: unos pantalones
demasiado anchos con los bajos rotos y sucios. Calzado mestizo, ni
zapatilla ni zapato. Hay momentos en los que reímos y otros en los
que bebemos champán tibio. Ya no está Sergio ni está el restaurante
donde comimos aquella tarde. El Portolés se llamaba.
Tampoco está el alcalde que se
convirtió en personaje involuntario de las columnas de Sergio en el
Heraldo. El Heraldo y su manual de estilo para cómo se sobrevivir a una guerra. Hay gente que nos bajamos
del barco y otros siguen que subidos mientras escupen el agua que les
entra por el culo.
Quería hablar el día de la
presentación de Gainsbourg, pero no me dejaron. Se hacía tarde, me
estaba pasando de tiempo. Antón Castro le preguntaba a su hija:
¿Quería ser Sergio Gainsbourg? Yo no quise leer la respuesta. Yo
sabía la respuesta. El tenía miedo de convertirse en Gainsbourg.
Guardo el recuerdo de una confesión a ese respecto que creo
demasiado íntima para cualquier vía pública, si le interesa a
alguien que pregunte.
La precisión paranormal con la que
describe la muerte en sus poemas, sus amigos (Richi, Jesús, Aloma y
yo mismo por ahora) con los que contactó en sueños después de
muerto. Las botellas lanzadas al mar de la red (y vacías, en todo lo
virtual), contenían el manuscrito Algora, el que hablaba del segundo
Sitio de la ciudad. Y que sobrevive en distintas versiones en
distintas manos.
Hay más casualidades. Como que Javier
Corcobado recuperara en su repertorio solista su versión de
Getsemaní de Jesucristo Superstar la última vez que tocó en Zaragoza.
El dolor llega al terminar las
historias. Por eso nunca nos detenemos. No hay yodo ni arnica en
ninguno de los finales que usemos o que intentemos. Ana me dice que
detenga la riada, como si hubiera diques suficientemente resistentes.
Son como chispazos en la memoria que lo desbordan todo. Imagino que
tiene que ver con el alejamiento emocional de mi ciudad. Y también
físico, no seamos estúpidos. Hay sitios que solo conocí gracias a
Sergio, sitios donde la barra todavía tiene una huella de su codo,
de su torso inclinado en busca de un trozo de bacalao rebozado. Tan
sencillo como eso. La mejor de las prosas atrapada por la grasa, entre los dedos.
martes, 29 de marzo de 2016
Ismael Grasa: Una ilusión (yo confieso)
El próximo viernes se presenta el nuevo libro de Ismael Grasa, Una ilusión. Será en la librería Portadores de Sueños
El autor conversará con Ignacio Martínez de Pisón el viernes 1 de abril a las 20h en Los portadores de sueños (C/Blancas, 4 - Zaragoza).
El autor conversará con Ignacio Martínez de Pisón el viernes 1 de abril a las 20h en Los portadores de sueños (C/Blancas, 4 - Zaragoza).
Una ilusión es un libro definitivo. Es
un libro de corazón abierto. Sin desbocarse, con la sutileza de
Ismael, con la paciencia del guiso. Quería llamar a este texto El
hombre tranquilo o también la Distancia breve, pero al final, lo
llamaré Yo confieso:
Estaba en Huesca con una ex-novia.
Periferias 2004. He contado mil veces la historia. Seguíamos con la
época de los fanzines. Leopoldo María Panero, vino, patatas y
mejillones. Yo no entendía nada. Víctor Coyote estuvo a punto de
pegarme en el camerino. Había estado viendo la exposición sobre el
Tránsito que había comisionado Ismael Grasa. Me pareció algo
increíble. Estoy seguro que lamenté no haber estado en aquella
época siendo un punk rocker enamorado viendo a los Mestizos. Ahora
lamento no volver a aquella época en la que entrevisté a Servando
Carballar en calzoncillos. Es bueno no conformarse con casi nada.
Siempre que pienso en Ramón Acín, en Huesca, me imagino una
conversación imposible entre Acín, Javier Aquilué e Ismael en La Zarza y no sé quién tendría mejor carcajada.
Unos años antes habíamos estado en
casa de Ismael y Eva. Yo iba a tener una novia distinta unos meses
más tarde. Un poco gracias a ellos. Comimos pasta y estaba muy
picante. El vino venía muy bien. La casa era muy luminosa y estaba
en una calle en la que nunca había estado. Ismael me regaló un
número del fanzine “La piel de la badana” y unos años después
los dos tomos de “La vida en un puño”, la biografía de Perico
Fernández que escribió Mariano Gistaín y José Antonio Ciria. Lo
he contado otras mil veces pero no siempre encuentro tiempo y ganas
para sentarme y darle a las teclas: en la portada de Flamingos, el
disco de Bunbury del año 2002 aparece el campeón del mundo animando
a Enrique, que lleva el calzón de Escriche. En ese disco magnífico
hay un tema San Cosme y San Damián. La letra dice: “como un verano
que pasó/ que empiezo a echar de menos
como una cucharada de sal /que se
disuelve en zigzag /en el mar” Bunbury hablaba de la muerte de su
hermano. En Una ilusión Ismael habla del viaje que hizo con
Félix Romeo a la ermita de San Cosme y San Samián, cerca de
Barbastro, en la Hoya de Huesca. Allí dos hermanos quedarán
atrapados para siempre entre “las anchas alamedas/los puertos de
ultramar,/las perseidas en el cielo
de la noche elemental/.Como una canción
de Bunbury, como en una canción de Berrio. Hay sangre que va más
allá de la sangre. Hay hermanos que van más allá de la carne y del
ADN.
Una noche de diciembre de 2008 Ismael y
yo íbamos en un coche descendiendo desde Monzón hasta Zaragoza. Era
un sábado o un viernes. Por aquella época tenía muchos asuntos
pendientes cada noche de fin de semana. Ismael había cumplido ya los
cuarenta años. Yo estrenaba con gusto los treinta. Pasamos por
Almudévar y hablamos de la trenza y de las discotecas de música
electrónica. Todas las historias que había oído de Ismael en China
retumbaban en mi cabeza. No me atreví a preguntarle nada. Así que
ahora que lo leo en Una ilusión me quedo más tranquilo. Busco en
internet e imagino que hicimos Almudévar, Gurrea de Gállego, Zuera
y Villanueva de Gállego. Según el mapa son 140 km de noche, hora y
media larga. Supongo que nunca he estado tan cerca de ser un
personaje de un cuento de Ismael como aquella noche.
Cuando Ismael presentó El jardín
llovía un poco. Parecía que había vuelto a escribir con
regularidad después de la muerte de Félix. Llegué a tiempo para
mojarme un poco, desde casa de mis padres, un autobús, dos
autobuses, tres autobuses. Detrás de Ismael había un estante con
sus libros antiguos. Compré De Madrid al cielo. Quería que me
dedicara El jardín a Ana y el de Madrid a Ana. Lo hizo al revés.
Acertó, como casi siempre. Sigo leyendo el libro porque el chico
flaco que sale en la fotografía se lo hubiera pasado muy bien con
Luis y conmigo en el limbo atemporal en el que ninguno hubiéramos
cumplido treinta años. Yo creo que ambos, Luis y yo, hubiéramos
sido buenos escuderos de aquel Ismael Grasa. Así que cada vez que lo
hacemos reír me emociono.
El 2 de diciembre de 2015 Ismael Grasa
caminaba por Ateca, observaba la fábrica de Hueso y el lugar donde
se encuentran el Manubles con el Jalón. En el libro hay un capítulo
en el que habla de balnearios. Algunos de ellos están muy cerca. El
que está en Alhama de Aragón. Nunca había pensado que podría
haber material para un mitómano en un balneario. Nada teniendo en
cuenta que a pocos kilómetros de Alhama está Carenas, el pueblo
donde nació Manolo Kabezabolo y a otros pocos kilómetros está
Jaraba, donde nació Santi Ric. En Jaraba también estuvo Ismael.
Diez años antes, en el 2005, escribí
un poema que se llamaba Ismael y Eva. Había una cita de esas que no
se esconden. Porque Ismael es poeta de cabecera de los que seguimos
buscando: “Esa ocasión en la que me iba arrimar a ti/y el resto de
las veces en que tampoco lo hice/y el considerar más adelante, sin
falsas sorpresas/que nunca hay cuerpos suficientes/que compensen/un
abrazo no dado en el momento”. Eva estaba en la biblioteca de
Ateca dando una charla. Hablaba de Ropa tendida, su primer libro de
relatos. En él hay un pasaje que me ha mantenido en vilo muchos
años. La protagonista tiene que ir a recoger las llaves de un piso
de protección oficial en un acto institucional y su novio se niega a
acompañarla. Está tan bien escrito que cuando mi suegra leyó el
libro coincidió conmigo en que esas páginas, las de esa historia,
tenían algo. Unos meses más tarde, unos años en realidad, Ismael
nos desvela que era él quien se quedó fuera.
Comienzo del año 2016: Rofolfo Notivol
y yo, con abrigos largos negros, paseamos una mañana de sábado por
el barrio de Las Fuentes, parecemos dos detectives furiosos esperando
que llegue la hora que la prudencia marca como disparadero para un
trago. Mientras tanto recorremos calles que nadie recuerda y acabamos
llegando al Silos. Rodolfo me cuenta que estudió allí. Me cuenta
muchas cosas. Seguimos buscando calles que hay que volver a
descubrir. Historias de incendios terribles y formaciones ridículas.
Me habla de un artículo que escribió Ismael de aquella zona. Unas
semanas más tarde me entero de que uno de mis alumnos más
problemáticos se ha marchado a Zaragoza con su madre y lo han
matriculado en el Silos La máquina devora. Voy a ver a mi madre. Mi
padre me cuenta que fue con un viejo amigo, maestro nacional como él,
a ver jugar a la selección juvenil aragonesa en el campo que había
detrás del Silos. Glaría-así se llamaba su amigo-lo convenció
diciéndole que había un chaval que jugaba fetén. Era Víctor
Muñoz. Yo vi con mi padre el último partido en activo del pulmón
aragonés: Promoción Zaragoza-Murcia, 90-91, 5-2. Lo recuerdo como
si fuera ayer. El comienzo del mito Poyet. Fuck da Maneiro. En el
libro habla de sus viajes en tren y en autobús con José Luis Cano
recorriendo los destinos de veraneo de los aragoneses. Artículos que
no sé dónde estarán. Seguramente no estará el que hablaba de las
Fuentes, porque Las Fuentes no es destino más que para un par de
sabuesos desbocados en busca de exorcismo.
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