viernes, 24 de diciembre de 2010

El año del pánico (primera parte)

Tras dejar atrás la penúltima lluvia del año, enciendo la calefacción eléctrica -difícil disyuntiva, helarme en el apartamento o soportar el tarifado tercermundista- y tecleo caracteres que resuman los últimos doce meses: escapé de la huelga de controladores para caer en el blues de Reus, por culpa d e un aeropuerto escuálido, el de Zaragoza, sin presupuesto para tecnología que guíe el aterrizaje en días de niebla. Espero que por lo menos sí que haya quitanieves -ahora mismo estoy en modo sarcasmo, por si no ha quedado claro. Por lo menos tenía días libres en el trabajo, por lo menos yo tengo, no como el porcentaje creciente de parados, en este país que aprieta los dientes hasta provocarse migrañas. No hay jamón para el profesorado de secundaria, sólo golpes con el hueso de una sociedad cavernícola que sigue permitiendo los desaires y la apatía, esperando que el que venga mañana lo solucione todo. Y es que nadie quiere escuchar el silbido de la quiebra, no sabemos muy bien qué significa un rescate, si será como el Titanic o más bien la facción canibalística de “Viven”. Quizá el cadáver de Berlanga se levante para rodar “Bienvenido mister Marshall zombie”, que alguien me lo explique, por favor. Aunque no se lo crean, me siguen felicitando el solsticio como si el paganismo fuera la religión mayoritaria de la postmodernidad española. Las obras del tranvía continúan siendo las obras del tranvía y la zanahoria que suponía está cada día más mohosa. Dicen que a Rubalcaba se le está poniendo cara de Calvo Sotelo y eso no sé si me asusta o me permite respirar. Le pido a San Nicolás -ya saben que me gusta llevar la contraria- una canción de Bowie, “Cha,cha, changes”. Mañana cenaré con mi familia y las cosas, por unas horas, funcionarán. A veces es lo único que me sostiene.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 23 de diciembre de 2010

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