Cruzamos la frontera fantasma por Canfranc, dejamos atrás las carreteras españolas, elegantes -a pesar del dinosaurio lastrado que Pepiño Blanco abandonó en la entrada del Monrepós- para entrar en el laberinto francés, exultantemente verde pero con un punto opaco. En Jurançon, una pequeña población a las afueras de Pau, hermanada con Borja, se celebraba un encuentro de poesía y música que tenía como escenario las distintas bodegas que puntean el paisaje del departamento de los Pirineos Atlánticos. Palabras en el idioma de Gainsbourg, recitadas por voces femeninas que te llevan al paroxismo libidinoso de Jane Birkin, juegos de gramática y fonética al modo lúdico de Brassens, engoladas acciones artísticas que provocan más bostezo que otra cosa, guitarras de hiriente electricidad que han sido la penúltima transfusión para la lírica. La representación española era puramente aragonesa: los versos rotundos de Manuel Vilas, con su postmodernidad de profesor de instituto con alma de "maninblack", el espectáculo de "spoken word" mayúsculo de Lijas, con Javier Carnicer en las palabras, Justo Bagüeste en los sonidos y Orencio Boix en las imágenes, la combinación más potente que he podido disfrutar en mucho tiempo, capaz de afilarle a uno el alma a base de humo y cristales rotos. Pau, el centro de operaciones, es una ciudad con un aire monumental, que se adormece demasiado pronto, con asociaciones libres a la puerta de los garitos para el consumo de gitanes. Cerca, muy cerca, con un español fronterizo de mínimos que sirve para acercar posturas. En la comodísima intimidad de los festivales pequeños, recordando nuestro encuentro veraniego en las faldas del Moncayo, uno puede volver a respirar, beber vino blanco dulce y esperar que la poesía nos devuelva algo de esperanza.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del sábado 25 de septiembre de 2010
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