jueves, 10 de diciembre de 2009

Una contradicción perenne (I parte)

muchas gracias a Ana L. y Jéssica A. Sin ellas no hubiera podido ser.
En un siglo que comienza a acercarse a la mayoría de edad, a la puesta de largo, a la comunión —laica, por supuesto—, la sociedad responde a la máxima de El Gatopardo: “Algo tiene que cambiar para que todo siga igual”. Una sociedad mutante, fragmentada, que apostata de creencias antiguas para entregarse devota a otras nuevas, que mezcla sin tino ideología y pasotismo, hedonismo y compromiso, poesía y fútbol, comunicación instantánea y aislamiento emocional. Se impone el “júzgueme por mis pensamientos, no por mis acciones”, se impone la contradicción perenne.

Abrimos perfiles en la red, aglutinamos pasiones, deseos, referencias, cazamos contactos con la felicidad que nos otorga el anonimato funcional del teclado, y a pesar de estas nuevas formas de amor digital seguimos manteniendo la esperanza de encontrar a alguien con quien pasear de la mano en las tardes de los domingos. Mantenemos blogs, consultamos diarios on-line, nos damos palmaditas en la espalda por la multiplicidad de voces que la revolución cibernética ha puesto a nuestro alcance mientras nos encastillamos en nuestra propia opinión sin permitirnos ni una fisura.

Las mismas jornadas maratonianas, tanto si quieres mantenerte en la parte superior de la pirámide —una inútil riqueza inmediata que no aprovechas porque no tienes tiempo para disfrutar la vida—, como si no quieres desaparecer en las alcantarillas del sistema —como tú hay veinte detrás esperando. Todo abierto, siempre, no preguntes, el 24-7, veinticuatro horas, siete días a la semana. Insomnio crónico, insomnio vital, comprar en cualquier momento, abrir una página web, su carrito de la compra —imágenes que se mantienen—, baja a la calle, la tienda de la esquina, ya no hay drugstores, ahora se les llama El Chino, latas de sopa de tomate Campbell arrinconadas, pasta en polvo, mayonesa, mostaza, ketchup, cientos de salsas sin fecha de caducidad, conservantes enteros, el ser humano busca la liofilización a través de alimentos de diseño. Todos vamos tan rápido que terminamos sobre la ola de los mostradores de comida rápida, como ocas postmodernas abrimos nuestras gargantas a la bollería industrial buscando la saciedad momentánea, y al segundo siguiente recortamos el anuncio de Naturhouse mientras tratamos de recordar cuál de todos los coloristas escaparates que decoran nuestras calles responde a esta nueva necesidad adquirida. Todo vale mientras sea ahora, ya, rápido. Es curioso que los últimos elementos supervivientes del antiguo Régimen sean los tóxicos y los enervantes, las drogas de diseño fabuladas por la literatura y el cine de ciencia-ficción —pastillas para borrar la memoria, para completar la metamorfosis total de la conciencia— siguen siendo utopías peligrosas, pero al alcance de todos se mantienen los clásicos del repertorio, el alcohol, los estimulantes de alta graduación. Todo combinado con lo “light”, todo se combina, comemos saturado y también comemos ecológico. Mientras el medio rural acumula sus hortalizas en un postrero intento de seguir siendo útil frente al desierto que avanza arrastrando a su gente hasta las murallas exteriores de la ciudad, en las reuniones de los barrios altos aún sigue siendo “cool” la idea romántica de una casa en el campo, del huerto y la entelequia del autoabastecimiento. La fuerza centrífuga de las hipotecas imposibles empuja a los jóvenes a los barrios periféricos generando una muesca más en el catálogo de esquizoides paradojas urbanas: las nuevas generaciones concienciadas respecto al abuso de medios de transporte contaminantes se ven abocadas a usar una y otra vez el coche mientras contemplan a través de la ventanilla el inútil carril bici, inaugurado con toda la pompa por el ayuntamiento de turno. Y nos extraña que la inmigración ocupe los lugares públicos de las ciudades, los mismos lugares que abandonamos con desdén hace años. Mano de obra barata, turbinas autogestionadas del mantenimiento demográfico, buena gente.

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