Se acabó el mundial de baloncesto y España, por primera vez en unos cuantos campeonatos, no jugó por las medallas. En los ojos de unos pocos había algo de incendio; los chicos del baloncesto, los de la logia secreta de Ramón Trecet y Pedro Barthe, cabreados por el inepto italiano que nos había devuelto a los tiempos del desierto. Treintañeros que depositamos nuestras esperanzas en el CAI Zaragoza y la Gigantes del Basket, que aguantábamos despiertos para ver a los Hawks de Mike Fratello en “Cerca de las Estrellas”. Educación emocional, recuerdo a mi padre contándome cómo machacaba de espaldas Claude Riley o describiéndome, con los ojos encendidos, la estampa de Kevin Magee golpeando un bombo al terminar la final de la Copa del 83. Pienso en Mark Davis, en Leon Wood y Ken Bannister, José Luis Rubio y su deportivo con la matrícula 007 —una leyenda urbana que nunca llegué a confirmar. Curiosamente recuerdo estar en la Romareda el día que se mató Fernando Martín y en el bungalow de mis abuelos en Salou cuando se jugó el Preolímpico de Seúl con Romay lesionado, la noche que trataba de seducir a una chica con un ojo puesto en la televisión mientras la selección perdía contra China, el “angolazo”, actualizar de manera compulsiva la edición digital de Marca para seguir los partidos desde Buenos Aires... muchos momentos de mi vida, de nuestras vidas. El día de la final en Japón se me saltaron las lágrimas viendo a Pau Gasol descender cojeando las escaleras del estadio en busca de su medalla de oro. Cuando veo jugar a la selección de baloncesto sé que sienten los colores, que aprietan los dientes cuando suena el himno, que en los lugares pequeños la gloria dura menos pero sabe más dulce. Díaz Miguel que estás en los cielos, sálvanos del monstruo del fútbol, nos la jugaremos en la última posesión de la vida.
Columna publicada en el Heraldo de Aragón del 15 de Septiembre de 2010
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