Zaragoza en agosto vive en un bucle, en una especie de estado desértico poblacional y climático que provoca la inapetencia y repetición en casi todas las actividades. Así, podría hablar del aniversario de Woodstock y soltar una sesuda diatriba que mezcle circunstancias históricas con mediocridad musical para acabar subiéndome las gafas de pasta asegurando que el festival sólo sirve como tótem referencial para el agrado de la progresía —la que evoluciona de la contracultura al poder más rápido que Bolt en la pista (pregúntenle a Daniel “El Rojo”, el eurodiputado de las piedras). Tampoco debería faltar una reflexión nada calmada sobre la vergüenza repetitiva de los jaleadores de la violencia en Bilbao y la enorme boca llena de palabras pútridas que utiliza su alcalde para justificar la presencia de la “hermanísima” lanzando el chupinazo… Sería de mal gusto —y políticamente incorrecto en estos momentos de extrema tristeza— recordar que el montañismo de alto nivel es un deporte de riesgo. Podría encontrar tiempo para contaros lo mucho que me emocioné en Huesca escuchando a Pecker cantar Encantadora Lunática o cómo salvo las noches de fin de semana a base de música disco y rumba, agitadas pero no mezcladas, o que después de volver a visitar a Kevin Smith sé que algún día nos salvarán sus películas, o como los libros de Junot Díaz —con sus nerds ahogados bajo el calor y el exceso de ropa que cubre los cuerpos gruesos de los que preferíamos la Guerra de las Galaxias al fútbol (y así nos va...)—, o que lo de la mano de Gasol no será óbice para encender otra vez la máquina de los sueños —Díaz Miguel que estás en los cielos, a ti nos encomendamos—, o incluso podría empezar por el principio y hacer un esfuerzo por llegar al final, pero esto es agosto y sigue siendo Zaragoza, así que espero que me disculpen.
Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 10 de Agosto de 2009
Exacto, Díaz Miguel, jiji.
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